Una de las mejores comedias westernianas
Por José Luis Vázquez
Recuerdo con enorme alborozo mi primer visionado de este estupendo western humorístico. Fue en una de esas maravillosas reposiciones de clásicos de las que podíamos disfrutar los jóvenes –y no tan jóvenes, claro- durante la década de los ochenta. Los dos posteriores ya por la pequeña pantalla no hicieron sino ratificar esa primera impresión o descubrimiento y me resultaron igualmente placenteros.
La historia no es que sea precisamente original, un típico episodio, un nuevo capítulo de las rivalidades y luchas entre ganaderos y ovejeros.
Pero lo que realmente la distingue es su tono, esa mezcla siempre tan difícil tratando de no caer en el exceso de western y comedia. Y el hecho, que no es nada fácil, de conseguir ese equilibrio entre gracia y seriedad.
También posee un ritmo vivaz, muy ágil gracias al talento de un cineasta, George Marshall, con el que un día debería detenerme con más calma para analizar su prolífica y disfrutable obra. Así a bote pronto, les destaco entre decenas y decenas de encantadoras películas, “Un muerto recalcitrante”, “Arizona” (otra afortunada “parodia” de estos ambientes), “Ocho en fuga”, “Corazones en llamas”, “La conquista del Oeste”, “Empezó con un beso” (rodada en gran parte en España), “Una herencia de miedo”, “El recluta”, “Las columnas del cielo”, “Brigada de mujeres”, “La Dalia Azul”, “El gran Houdini”, “Honor y venganza”, “Los peligros de Paulina”, “Oro maldito”, “El salvaje” o “Raíces de pasión”. Un todoterreno en todos los géneros, aunque el de la comedia parece ser que fue en el que sintió más cómodo, de hecho, son numerosos los logros conseguidos.
Ya en 1919, en pleno período mudo, el propio Marshall había abordado este mismo argumento en una película no estrenada en España y titulada en el original “Prairie Trails”.
Volviendo a la que me ocupa, desde luego esa gracia desplegada marca de la casa, esa humildad de orfebre ducho, esa afortunada mescolanza de registros, ese aire relajado y desenvuelto con los que aborda el relato, el buen aprovechamiento tanto de paisajes como decorados, la acumulación de peripecias sin resentirse por ello su cadencia, su avezada mano para dirigir solventemente a grandes estrellas son cualidades aquí desplegadas generosamente por tan admirable cineasta.
Para que todo esto cuaje, resultan indispensable un gran reparto. El grandísimo y al que nunca me cansaré de ponderar Glenn Ford es un ovejero testarudo hasta la extenuación que lleva de paradójico apellido Sweet, o sea Dulce, nada que ver con su aparente y engañosamente tranquilo, pero enérgico carácter. Una jovencísima Shirley MacLaine es la chica, Dell Payton, con la que surge un inicialmente nada fácil romance. Y luego está un rudo y joven Leslie Nielsen (como terrateniente del lugar) o Pernell Roberts como pistolero. Pero a quien siempre evoco con una especial simpatía y cariño es al reconocible y estupendo característico Mickey Shaughnessy (recuerden: el tipo igualmente sonado en la maravillosa “Mi desconfiada esposa”) como un descacharrante matón de tres al cuarto Jumbo McCall.
“The Sheepman”, o sea “El ovejero”, tal es su título original, acaba resultando un espectáculo de lo más gratificante y saludable de principio a fin. Qué verdadero gustazo supone siempre reencontrarse con una manera de hacer y disfrutar del cine como ya casi es imposible encontrar, aunque se sigan gestando magníficas propuestas. Pero producciones como ésta destilan un no sé qué especial, un encanto inmarchitable, tal vez porque todavía el exceso de tecnología no había engullido la capacidad de narrar las cosas con una alegría y un entusiasmo deslumbrantemente primitivos… e ingenuos, sin que ello conlleve inmadurez o profundidad.
De lo más reconfortante… y reconstituyente. Especialmente recomendable para cuando tengan un mal día.