No me ganó para su causa
Por José Luis Vázquez
Leo diversas cosas estupendas y muy elogiosas sobre esta película pequeña, modesta, íntima, que me encantaría poder suscribir al cien por cien pero que, aun reconociendo y advirtiendo varios de sus buenos propósitos, no puedo evitar que me invadan la fatiga y el tedio en varios momentos.
Frases, titulares o reflexiones de colegas con los que en tantas otras ocasiones he coincidido en sus opiniones, no puedo compartirlas esta vez. Del tipo “radiografía nostálgica de una generación”, “cada poro de este prodigio, no lo duden, está ahí para ver y vivir el tiempo”, “cine en estado puro… un canto a las librerías, la melancolía y el abismo que supone cumplir 40 años y comprobar que la vida no es lo que habías esperado”. Ojalá pudiera haberme adherido a estos comentarios tan encendidos, insisto, dejando claro que no por ello dejo de concederle puntuales méritos (su naturalidad, por ejemplo).
Sin duda todo lo que alberga en su fondo parece muy bonito sobre el papel, sobre la escritura, pero me resulta bastante soso trasladado a la pantalla.
Uno de sus mayores inconvenientes es que todo es pequeñito a bastantes niveles. Lo son unos diálogos bienintencionados o en el mejor de los casos relamidos (demasiado floridos o auto conscientes de su trascendencia pese a su tono supuestamente naturalista) y que en varios instantes me suenan incluso a demasiado manidos, aunque traten de ser camuflados como nuevos. Es también minúsculo su discurso generacional que es precisamente eso… discursivamente desencantado en plan guay del Paraguay.
Y conste en acta que me suele gustar bastante el cine de su director, David Trueba, en ocasiones preferible incluso a su brillante hermano (Fernando), firmante de otras piezas en estos registros, pero mucho más afortunadas, como “La buena vida”, “Bienvenido a casa” o la –ésta sí- notabilísima “Vivir es fácil con los ojos cerrados”.
De todas formas, por si acaso mejorase mi opinión y ante la insistencia de algunos amigos prometo volver a verla en cuanto tenga ocasión, pues tampoco me pareció en su momento rechazable. Y es que, además, han sido ya unas cuantas veces en los últimos tiempos en las que me he desdicho de una calificación tras un segundo visionado. Los años y el cansancio distorsionan a veces la opinión, aunque suelo ser fiel en un porcentaje elevadísimo de más del noventa por ciento respecto a las primeras impresiones provocadas, especialmente en mí juventud.
A la espera de ello, lo mejor con diferencia que he encontrado en el primer encuentro es la segoviana Lucía Jiménez (precisamente la descubriría Trueba con “La buena vida”… y qué bien estaba en la estupenda “Silencio roto” de Montxo Armendáriz), natural, desenvuelta, en buena forma.
Es posible que su destino sea el de cierto y limitado público minoritario y, por supuesto, generacional. O no, vayan a saber, que mi labor no es precisamente la de gurú.