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Enviado por Ramón Vidal el
Imagen de la película "Romería"
Ramón Vidal
Romería

Más frío que calor

Por José Luis Vázquez

Me gustaron mucho los dos anteriores y primeros largometrajes de la brillante cineasta catalana Carla Simón, “Verano 1993” y “Alcarràs”, especialmente su debut, pero he de reconocer que este tercero, con el que cierra una especie de trilogía íntima (de “memoria familiar” ha sido calificada por la propia autora), muy personal y bastante explícita en sus sentimientos, me deja un tanto helado, lo cual no conlleva que no pueda destacar algún aspecto positivo, comenzando principalmente por su joven protagonista femenina (Marina), una desconocida Llúcia Gracia (sin acento) a la que se encontraron por la calle y fue invitada automáticamente a hacer el casting que derivaría en el que ha supuesto su debut en la gran pantalla. Se muestra como poseedora de eso dado en denominar fotogenia y, algo fundamental, expresividad sin cálculo, natural, sin afectación. Y lo hace embutiéndose en un doble papel del que nada más desvelaré en lo tocante al menos evidente. Compruébenlo o si prefieren contrasten por si pudieran estar de acuerdo… o no.

Agradezco su presencia y esos paisajes gallegos que tantos recuerdos de juventud me traen, concretamente el de Toralla, una peculiar y pequeñita isla de propietarios situada al sur de Vigo, tan emblemática en un determinado período de nuestra historia en la que caerían muchísimos jóvenes debido a ese devastador jinete de la droga, y el SIDA como continuación. Y aunque no soy un gallego independentista, ni por lo más remoto, sí lo soy interiormente, de corazón, más o menos ejerciente, siempre sabiendo que en cualquier latitud del orbe mundial vienen a coexistir la misma cantidad de personas que merece la pena y de majaderos. Claro que dado el escepticismo vitalista que me embarga en los últimos tiempos, esos en los que uno ya comienza a ir escalando esas primeras rampas de la “senectud”, lamentablemente me inclino a pensar que son más numerosos los segundos que los primeros. Y es que la especie somos como somos, aparte de obviamente imperfecta, 

Esas dos cuestiones me ponen inicialmente en predisposición, pero inmediatamente y aunque no dejo de perder cierta curiosidad, la misma de la que hace gala ella, por el devenir de esa chica, en busca de sus raíces y de algunas respuestas, no puedo evitar que me acabe invadiendo cierta fatiga por cómo están contadas las cosas. Y no cuestiono, quién soy yo para ello, aspectos técnicos sin duda cuidados, pero no solo con eso basta para que algo desde una pantalla me enganche. A lo largo de la historia del Séptimo Arte hay innumerables propuestas de una innegable exquisitez formal que me han dejado desangelado, y a la inversa, otras de evidente imperfección que me han acabado para su causa.

Igualmente advierto, o creo advertir algunas de sus intencionalidades, lo cual no quiere decir que vayan acompañadas de logros. Como esa incipiente utilización de la cámara para ir grabando acontecimientos personales o familiares (o ficticios, ensoñados si prefieren) de la que acabaría siendo futura cineasta, esa incuestionable pasión suya por filmar. Al respecto también he leído a Begoña Piña, algo que me parece muy atinado como mera descripción, “la primera parte de Romería trata de una joven observando, la segunda es la cámara observando a una pareja”. Y ahí lo dejo.

También reparo, siempre que no lo haya hecho equivocadamente, en el hecho de que nos introduzca con una danza en su segunda y onírica mitad, en ese realismo mágico gallego que tan magistralmente bordara José Luis Cuerda en la excelente “El bosque animado”. Esa inmersión de una joven universitaria de este siglo, una particular Alicia (en un país no precisamente de maravillas, o sí, según la mirada de cada cual y aunque resulte un tanto luminosa la de la chica) en un desolador período de nuestra historia contemplado por ella como un irrigador foco de luz galaico… y no diré más. Descúbranlo por ustedes mismos, que ese es el placer mayor que sucede con las películas y saquen sus propias conclusiones. Por cierto, una “Alicia” cuyo camino no lo va marcando en esta ocasión un conejo, sino un gato.

Por no recrearme más en lo que no me gusta, si tuviera que mostrar alguna preferencia, me quedaría más con su primer tramo, siempre dejando claro que sin tocarme las fibras ni arrebatarme en instante alguno, que con el segundo que, aunque a mí me acabe dejando indiferente, entiendo que para su máxima responsable suponga una especie de catarsis y de reencuentro con su pasado, con el de unos padres que nunca llegó a conocer.

Y respecto a esa evidente o no tan evidente crónica de una generación de la Transición que pagaría peaje por la obtención de esas primeras libertades que ha sido vista por muchos colegas, yo tampoco acabo de conectar con ello. Sí, en cambio, podría admitir que me puede llegar un poco más la radiografía de un cierto tipo de familia acomodada o burguesa y, aun así, no acaba de apurar todas sus posibilidades, tan solo se muestran trazos de lo que podría haber sido de haber ahondado más. Pese a ello, una secuencia sí me gusta y me resulta reveladora, aquella en la que el abuelo les da la paga a los nietos, pues la nieta, sobrina y prima todavía no integrada parece no acabar teniendo claro si tiene que colocarse o no en la fila, si pertenece realmente al clan.

En fin, como suelo decir en estos casos, cada uno de ustedes tiene la última palabra, la mía ya ven que no es muy halagadora en esta ocasión, aunque ni mucho menos sea desdeñosa. No la rechazo del todo. Tal como he manifestado, tiene algunas cositas, y he de reconocer que Carla Simón tiene voz propia, por mucho que esta vez me haya llegado ni su eco o sea yo el que la haya escuchado más atenuada dados mis tapones de cerumen.

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