El fragante aroma de la frenética serie B ochentera
Por José Luis Vázquez
De la formidable “Una batalla tras otra” el genial Steven Spielberg ha manifestado, lo que comparto plenamente, la locura de película que supone tanto en su sentido argumentalmente literal como en el más admirativo artísticamente. Algo parecido se le puede aplicar a “Bala perdida” teniendo en cuenta su menor alcance en cualquier sentido y en clave de serie B, aspecto este que acaba haciéndola francamente simpática a mis ojos. Por méritos propios, claro, no por la adscripción en sí misma.
Supongo que serán varios los espectadores veteranos y unos cuantos cinéfilos recalcitrantes los que recuerden la que tal vez pueda ser considerada la propuesta más chiflada y desmadrada de la filmografía de Martin Scorsese, “¡Jo… qué noche!”. Brillantísima y divertidísima (no tiene precio ese paisano taxista en pleno Soho neoyorquino a ritmo flamenco) comedia que, aunque fechada en 1985, anticipaba los desmanes y cierto estilo que afloraría tanto en este género como en el de acción a lo largo de la siguiente década. Incluso advierto ciertos destellos de una de sus obras magnas de los setenta, “Taxi Driver”.
Constituye, por tanto, una mezcla dinamitera que viene a remitir en algunos detalles a títulos de lo más dispares, que van de “El gran Lebowski” (ese Nota inmejorablemente encarnado por Jeff Bridges se ha quedado para cualquier antología que se precie), “Clerks”, “Solo en casa”, “Pulp Fiction” o “Dos policías rebeldes” entre decenas de ejemplos ilustres procedentes del cine estadounidense del momento.
Por tanto, en este cóctel se van a encontrar con personajes de diverso pelaje, condición y de lo más variopintos: camareros con incipientemente brillante pasado deportivo y traumático, vecinos punkis, novias encantadoras y mafias de todo pelaje, rusas, judías y portorriqueñas. A propósito de estas últimas ahí hace su aparición el hiper mediático y joven (31 años) compositor y cantante de idéntica nacionalidad Bad Bunny. Su personaje, Colorado, no pasa desapercibido.
Pero sinceramente lo que más me llama la atención de esta producción briosa, frenética, hiper ventilada y un tanto majareta es su firmante, el autor independiente tantas veces intensito, otras un tanto críptico y en algunas más asequible (en “El luchador” o “Cisne negro”) Darren Arronofsky.
Pues bien, una considerable parte de mis colegas, al menos los de la crítica allende el Atlántico han referido a este como el trabajo más “convencional” de su carrera, lo cual aceptando este término que habitualmente me suele caer gordo puedo admitir que lo sea si como tal se entiende ser asequible y popular. Menudo alivio.
Igualmente estoy dispuesto a admitir también que lo hayan tildado como el menos personal, algo que según los baremos a manejar así es, pero que yo estaría dispuesto a cuestionarlo e incluso a rebatirlo. Vamos, para que me entiendan todavía mejor y hablando en plata, lo parido es algo parecido a lo que en su momento hiciera el Richard Donner de la saga de “Arma letal”, pero con un puntillo más de locura y más modesta presupuestariamente.
El resultado final es un agradable disparate, con muchas idas y venidas y algún que otro giro de guion. Al respecto, espérense unos segundillos en los créditos finales y no abandonen precipitadamente la sala, o por supuesto, hagan lo que les dicten sus bemoles. Lo digo para que se enteren a donde va a parar parte del reclamo por el que se atizan todos. No es exactamente un giro, pero sí un golpe reconfortante y concluyente.
A ese carácter locuelo contribuye poderosamente tanto Austin Butler con su interpretación progresivamente “desquiciada” y uno de esos elencos del cine norteamericano que siempre le han otorgado permanente gloria y esplendor.
Si encima a ello se le pone música de la banda post punk Idles, el brebaje surte el adecuado efecto. Ya tan solo faltaría que se produjera la complicidad con ustedes y que se dejen llevar por los numerosos guiños de una forma de hacer cine nunca periclitada y que, como es mi caso, me suele proporcionar un placer propio de espectador “palomitero” aunque en mi caso jamás deglute este producto en una sala.
Desde luego, agradezco su sentido del humor, negruzco en algún momento, y su vocación juguetona, algo que algunos talluditos espectadores echamos de menos en muchas ocasiones.
No supone ninguna maravilla, ni mucho menos, pero es un espectáculo bien acabado y resultón, un policíaco agradable y refrescante que no da respiro. Transmite el buen rollito que parece haber imperado entre quienes lo han concebido. Por favor, señor Aranofsky siga más a menudo esta línea más “convencional”.
Y reparen, no les quedará otra, en el gato. Es todo un personaje.