Y en tan solo 78 minutos virtuosos
Por José Luis Vázquez
¡Lo que se puede contar, y de qué manera, en tan solo 80 minutos de metraje! Algo propio tan solo de los más grandes de la época más gloriosa del cine, pongamos que hablo del Hollywood de los 50.
Constituyó este que me ocupa un proyecto de Metro Goldwyn Mayer anhelado y acariciado por muchos grandes directores de aquel momento. El primero en ser tenido en cuenta fue un siempre descollante Richard Brooks (“Los hermanos Karamazov”, “El fuego y la palabra”, “Dulce pájaro de juventud”, posteriormente el sublime western “Los profesionales”), cuyas desavenencias con los jerarcas y gerifaltes del estudio le acabaron retirando del mismo. Don Siegel, el verdadero padre artístico de Clint Eastwood, lo intentó con desesperación (consideraba que era el mejor libreto que había leído jamás) pero fue desestimado, supongo que por estar todavía un poco “verde”, que ciertamente jamás lo estuvo, pues ya desde sus inicios se encontraba en posesión de un explosivo talento. Hubo alguno más que se barajó, como otro grande, Richard Fleischer, que no estaba disponible porque se encontraba en plena post producción de la cautivadora, evocadora y entrañable “Veinte mil leguas de viaje submarino”.
Todos ellos y el que se acabaría encargando después (ahora desvelaré su nombre), pertenecientes a esa eminente estirpe despachada durante tantísimos años con molesta condescendencia, y aún ahora a veces se recurre al matraco calificativo, como simples artesanos. Aparte de que a mí el término no me parece en modo alguno peyorativo, benditos sean por siempre jamás esa ingente pléyade artesanos, el verdadero sostén de este invento, varios de ellos entre mis cineastas favoritos de siempre, desde William Wyler hasta Michael Curtiz, incluso si me apuran el mismísimo John Ford.
El caso es que tal proyecto iría a parar definitivamente, y ahora sí ya suelto su nombre, a las manos de John Sturges, otro genio, el cual, aunque todavía no había obtenido el certificado de consagrado maestro del cine del Oeste, al que se haría acreedor en un breve espacio de tiempo, aunque ya había firmado algún exponente magnífico del género, como “Fort Bravo” (esplendorosa una vez más esa debilidad mía que siempre ha sido Eleanor Parker, esas flechas incendiarias…), u otros de intriga tan excelentes como “El caso O´Hara” o el desconocido “La calle del misterio”.
Precisamente “Conspiración de silencio”, o “Bad Day at Black Rock” (algo así como “Mal día en Black Rock”), surge de la mezcla del cine de suspense y el que constituye por excelencia el norteamericano en su vertiente contemporánea.
El inicio ya predispone, no puede poner en mejor situación: un tren a toda velocidad cruza el desierto. La planificación desde el minuto uno resulta modélica. Se para en un desolador pueblucho en medio del lugar más recóndito e inhóspito. Del mismo tan solo se baja un viajero, manco para más señas, y del que al poco averiguamos que está buscando información para esclarecer el asesinato de un ciudadano estadounidense de origen japonés. Todo ello a poco de haber finalizado la Segunda Guerra Mundial.
A partir de ahí, todo un entramado de conspiraciones, silencios (como ya se nos avisa en el título español), confabulaciones, secretos, mentiras y violencia, mucha violencia, se tejen en torno a su trama. Y ya no me refiero a una demasiado aparatosa pues, aunque está expuesta de manera soterrada, explícita o exacerbada, lo es sobre todo interna.
Todo ello encaminado a elaborar un alegato antirracista de enorme hondura, fisicidad y dramatismo.
Ni que decir tiene que Tracy aún con un solo brazo llena la pantalla… y lo haría igualmente sin los dos y sin las piernas… menudo actorazo. Para que aceptara el papel de John J. Macreedy, que había rechazado inicialmente, tuvieron que ronronearle con un señuelo para que aceptara. En este caso fue la deficiencia física de su personaje, algo que no figuraba en el relato original. También cambiaron una habilidad plasmada inicialmente en el texto, la mostrada con las pistolas berettas fue sustituida por su desenvoltura con el judo. Fue nominado al Oscar (al igual que en los apartados de director y guion) y obtuvo el premio al mejor intérprete en el Festival de Cannes de ese año.
Además, fíjense que reparto de característicos le rodearon, tal vez uno de los mejores de toda la historia del cine: Ernest Borgnine, Lee Marvin (llevaba tan solo tres años actuando en la gran pantalla), Robert Ryan, Dean Jagger o el más grande, desde luego el más laureado por la Academia, Walter Brennan. Cuentan con la compañía de la preciosa Anne Francis, guapísima actriz de relucientes ojos agua marinos, que llamaría la atención de muchos dos años después por sus explosivas minifaldas en la obra maestra del fantástico “Planeta prohibido”, colorista y refulgente adaptación en el remoto espacio de la mismísima “Tempestad” shakesperiana.
Sturges los dirige a todos de manera primorosa. Pero más primorosa aún es la utilización que llevaría a cabo del flamante y recién estrenado cinemascope. De hecho, creo que ha sido uno de sus puntales más importantes, al menos en sus inicios, junto a Blake Edwards, Vincente Minnelli y otros cuantos. La manera que tiene de colocar y alargar a los personajes en el plano o de situar al protagonista en diferentes contextos, es un placer para la vista y el cerebro.
La terrosa y resplandeciente fotografía de William C. Mellor, o la adusta, eficaz y dramática banda sonora de André Previn son algunos otros de los formidables aditamentos que la conforman.
Sensacional final en el que se insertó una escena panorámica rodada desde un helicóptero, que estaba inicialmente prevista para que figurase y perfilara el inicio.
Decir que es obra maestra es una redundancia, una obviedad. Posee una soltura admirable, tanto como el uso que hace Tracy de su único brazo. Portentosa.