Clasicazo boxístico, bullicioso y festivo
Por José Luis Vázquez
Si tuviera que elegir un solo título del sensacional y prolífico tándem artístico que formaran Raoul Walsh (director)/Errol Flynn (actor protagonista), tendría que pensármelo mucho, aunque finalmente haría trampa y elegiría dos en vez de uno, “Murieron con las botas puestas” y “Gentleman Jim”. Ante este segundo, estamos ante una historia aparentemente de boxeo, que efectivamente lo es, pero igualmente es una extraordinaria comedia, repleta de acción y romance irresistible.
Constituye una propuesta relativamente atípica dentro de la filmografía del que considero sin pestañear uno de mis cinco o seis cineastas favoritos, Raoul Walsh. O igual no lo es tanto, pues en el fondo viene a ser coherente con una obra que abarcaría diferentes géneros y registros dentro de una narrativa clásica en todo momento. Una filmografía en la que el cineasta tuerto llegaría a colaborar hasta siete veces con el actor originario de Tasmania... siempre que no contemos “Montana” porque su autoría está algo más difusa.
Basada en las memorias del púgil James J. Corbett, llevadas a la pantalla por Vincent Lawrence y el gran escritor Horace McCoy (firmante de “¿Acaso no matan a los caballos?”, origen de la espléndida “Danzad, malditos, danzad” de Sydney Pollack), cuenta como este personaje acabaría revolucionando el deporte de los guantazos cuando todavía era clandestino en el San Francisco de finales del siglo XIX. De hecho, alguno de sus abundantes momentos gozosos son los referidos a la irrupción de la policía mientras se están disputando combates prohibidos en el muelle.
Pero su metraje está salpicado de otras tantas situaciones igualmente felices y festivas, pues la alegría y la vitalidad más desbordantes son sus principales distintivos y marca de fábrica.
Ese tono de ligereza que gasta no es óbice para que se nos regale alguna secuencia tan emotiva como el traspaso del cinturón de campeón de John L. Sullivan (interpretado por el intérprete fordiano y una vez más imponente Ward Bond) a Corbett. Un inmejorable colofón a una manera de abordar la historia echando mano de un enorme entusiasmo viril y un sentido del humor verdaderamente contagioso. Prueba de ello son esas llamadas zurrarse (completamente blancas) entre los hermanos irlandeses del clan familiar.
Respecto al tratamiento que se hace de este deporte reglado por el Marqués de Queensberry resulta un tanto inclasificable dentro del subgénero, pues no aborda el asunto desde una perspectiva dramática sino más bien todo lo contrario. Acerca de esos inicios una frase resulta de lo más esclarecedora: “Si no podemos convertir a los boxeadores en caballeros trataremos de convertir a los caballeros en boxeadores”.
Lo que sí es un baluarte fundamental es un Flynn que volvería a pasear su porte, su gallardía, su desenvoltura, su gracia natural, su innata elegancia, su agilidad, su inigualable estilo para dar encarnadura a un tipo de lo más simpático, cordial y singular. ¿Corresponde todo ello al personaje real? Acaba siendo lo de menos ante la torrentera de talento desperdigada.
Le da réplica sentimental una actriz hoy en día olvidada, pero en verdad bellísima y talentosa, Alexis Smith. Y luego están toda esa pléyade de característicos que se podían encontrar en las producciones Warner de los 40, desde el citado Bond hasta Jack Carson, Alan Hale, prácticamente todos ellos habituales en el cine de un Walsh, que podía presumir de haber conocido al propio Corbett, así como a tantos personajes fundamentales de aquella época, desde Buffalo Bill a Mark Twain.
Una de mis favoritas de toda mi vida… y aseguro que esta ya puedo afirmar que es lo suficientemente dilatada. De las que jamás olvidaré mientras la memoria no me falle. Y otro de esos miles y miles de clasicazos del Hollywood dorado con vocación de eternidad.