Contagiosos soñadores chocolateros
Por José Luis Vázquez
La justamente célebre novela "Charlie y la fábrica de chocolate" del no menos justamente celebérrimo Roald Dahl (“Las brujas”, “James y el melocotón gigante”, “Matilda”), tachada incomprensiblemente de racista en su momento, ha gozado hasta la fecha de tres excelentes versiones (qué manía esa de tener siempre que elegir… pues ya saben, ¿a quién quieren más… a papá o a mamá?), la de Mel Stuart de 1971 con Gene Wilder, la de 2005 de Tim Burton con el gran Johnny Depp y esta última de de Paul King, firmante del estupendo díptico "Paddington" (I y II) con el emergente, ya de sobra consolidado, divertido y estupendo Timothée Chalamet... y con un Hugh Grant descacharrante como oompa loompa.
Fui con ciertas expectativas a verla, pero estas rebasaron con creces lo esperado. Me encontré con una precuela ingeniosísima y de lo más creativa. Y ante uno de los mejores estrenos del año… y a estas alturas ya me atrevo a decir que el mejor de la pasada Navidad junto a “Fallen leaves”. Cálido, tierno, ensoñador, vitalista, enérgico, colorista y clásico en el mejor y más rutilante sentido del término.
Una comedia musical de la mejor ley con preciosas canciones y coreografías de reconfortante estilo y sabor añejo. Apta para toda la familia y con varias incrustaciones satíricas y sociales oportunamente encajadas, aquí a propósito de una organización de tan adictivo alimento (un cártel en toda regla), pero que bien podría extrapolarse a entidades u organizaciones de cualquier signo o condición.
Cine en el que los CGI están perfectamente dosificados y sabiamente utilizados, sin sobresaturación. Cine edulcorante, pero en momento alguno empalagoso; es más, felizmente no se encoge, ni acompleja en momento alguno por su más que legítimo sentimentalismo. Cine que, en mí caso, me provoca finalizada la proyección que esté deseando acudir a la tienda de golosinas más cercana para inflarme a chocolatinas. Y, de hecho, fue justamente lo que hice. Algo muy parecido me pasó tras contemplar ese olvidado y magnífico clasicazo australiano de los 70 titulado “Despertar en el infierno”, pero en este caso a propósito de la ingente cantidad de lúpulo cervecero que ingiera el protagonista.
Qué verdadero placer me supone sumergirme en una manera de contar historias como las de antaño, en las que se trata al espectador con infinito respeto y sin ridícula superioridad alguna. Y, precisamente por ello, entre otras razones, la considero desde ya mismo una obra mayúscula apta para cualquier tipo de público, desde el pequeñajo al más talludito. Nada por otra parte de extrañar viendo lo que ya había desplegado su competentísimo director a propósito del díptico sobre el entrañable osito de origen peruano al que me refería al inicio de esta reseña llamado Paddington.
Es una de esas propuestas de la que salgo feliz, relajado, encantado, con enormes ganas de volver a verla, pues es tan rica en detalles, matices, números floridos o abigarrados, humor agradablemente blanco, elegancia, estilo y consideración hacia quienes estamos sentados en la butaca.
El maridaje norteamericano-británico vuelve a funcionar a las mil maravillas. Y entiendo perfectamente que algunos adviertan en el ambiente el espíritu –el de ese tío Albert elevándose y riéndose de la vida- de esa perpetua maravilla, esa obra maestra incuestionable que es “Mary Poppins”. A propósito de ésta y por si acaso se les escapara en su momento, aprovecho para recomendarles “Al encuentro de Mr. Banks”, espléndida acerca de los entresijos y bambalinas de su gestación.
Yo que ustedes no me la perdería. Es una verdadera delicatessen y una de las inesperadas sorpresas de este gran año cinematográfico que ha sido 2023. Y qué verdaderamente bonito diseño de producción de cuento justamente recargado que remite a los cuentos de toda la vida.