Redención en el Himalaya
Por José Luis Vázquez
Son tres los largometrajes realizados por el madrileño Salvador Calvo en ocho años, los que abarcan desde que debutara en 2018 con el revisionista y espléndido “1898: Los últimos de Filipinas” hasta este notable “Valle de sombras”, el primer gran título del cine español de este 2024. Desde luego los tres, como mínimo, son de lo más interesantes.
Y aunque todavía su bagaje es escaso, sí en cambio resulta suficiente para ir advirtiendo a un creador con -buen- estilo propio y algunas apreciables cualidades en la filmografía de este itinerante, este viajero cineasta, cuya característica común es la preocupación por recorridos tanto físicos como interiores.
Pero tal vez lo que me resulte más llamativo hasta la fecha es su espectacular vocación paisajística y la utilización de bellísimos, “exóticos” y “remotos” paisajes. Y entrecomillo lo de “exóticos” y “remotos” (todo es relativo, según desde el punto que nos situemos) porque hoy en día no queda ya prácticamente rincón alguno desconocido en el planeta. Turistas de cualquier tipo o mochileros como los aquí protagonistas lo han acabado inundando todo. Y curiosamente esta permanente tendencia que bien pudiera ser contemplado como una lacra, no acaba siendo aquí motivo de cuestionamiento… sino de hostigamiento.
Y es que Calvo, que ha tenido como inspiración la justamente mítica -una de las películas de mi alma- “Horizontes perdidos” de Frank Capra, da una vuelta de tuerca al misticismo oriental y no todo es tan idílico como tantas veces se nos ha vendido. Este es precisamente ya desde guion uno de sus aspectos más sugerentes. Y ojo, sin por ello renegar en absoluto del mismo, de ahí personajes como el de la joven y tuerta Prana, interpretado ceremoniosa y delicadamente por la ex triunfita de origen filipino Alexandra Masargkay, ya vista en el primer trabajo del director.
A su lado, el todavía más joven Stanzin Gonbo, muestra un desparpajo ante las cámaras digno de reconocimiento. Ambos ayudan a conformar un reparto bien elegido, a cuya cabeza se encuentra Miguel Herrán, en el que tal vez suponga su mejor trabajo hasta la fecha, yendo de menos a más, según va evolucionando ese tipo dolorido, mortificado, que experimenta un proceso en toda regla de autoconocimiento y de búsqueda de paz consigo mismo.
Como siempre, puedo entender que guste más o menos, pero de lo que a mí no me cabe duda es de la factura técnica de la que hace gala. Y es que el Goya por “Adú” no fue tan gratuito como algunos proclamaran en su momento. Tampoco del hecho del indudable mérito de este melodrama que comienza como tal con evidentes incrustaciones aventureras, para derivar en un thriller no redondo, pero sí competente, con algunas secuencias tan loables como el viaje de vuelta con los niños de la aldea.
Súmese cierto tono documentalista, una fotografía preciosista que se relame en lo filmado con una acertada utilización de drones, la posibilidad de disfrutar de la belleza de escenarios naturales tan imponentes como el valle indio de Spiti o el monasterio de Key Gamp, y ese bien engarzado conflicto interno que deriva en crecimiento personal, emocional, y acabarán teniendo parte de los aditamentos que le acaban confiriendo el fuste que exhibe.
Pero es que, encima o sobre todo, se acaba mostrando sutil y considerada en la exposición de relaciones, y clásica en el mejor sentido del término.
Para curiosos informarles -supongo que algunos ya estarán al tanto- que transcurre en el conocido como Triángulo de las Bermudas del valle del Himalaya (cuya explicación aquí queda patente) y que su inspiración partió de una noticia publicada en un periódico en los años noventa.
Qué gusto da ver o disfrutar en el actual panorama de nuestro cine de producciones de esta entidad.