Quijotes y sanchos a vista de grulla
Por José Luis Vázquez
La carga espiritual que proyecta la grulla en Oriente es considerable, hasta el punto de que en Asia llegan a considerarla el vehículo del alma. En Japón es el símbolo de la paz y la esperanza.
Esta ave zancuda se mantiene sobre un pie cuando se posa. Y esto es lo que en parte hacen los dos protagonistas que acaparan la historia, mantenerse en equilibrio, arrastrando cada uno sus propias derrotas.
Porque esto va de fracasados, aunque no exactamente a la referencial manera “hustoniana”, o sí, según se mire. Tipos opuestos que acarrean pérdidas y confusión, que van acercándose desde sus opuestas atalayas por carreteras secundarias de media Europa, tal como hacían Antonio Resines y Fernando Ramallo -padre e hijo- en aquella agradable producción de idéntico título de 1997 que transcurría en las postrimerías del franquismo.
Nada como un itinerario, un viaje de larga distancia para que dos almas errantes puedan ir descubriéndose en sus debilidades y plenitudes. El cineasta catalán Pau Durá lo aborda con naturalidad, humildad e indudable encanto.
Consigue conmover sin alardes, sin aspavientos y sin excesivas sofoquinas. Tira de buen humor y paciencia. Tira también de sentimentalismo llano, cotidiano. Y encima es vitalista y humano, muy humano. Además, consigue que sus criaturas, que su historia desprendan luz… de las que no ciegan.
Para ello se sirve de dos actores en estado de gracia permanente, el emergente Luis Zahera (“As bestas”) y al que desde hace tiempo me suelo referir como la “mejor mirada del cine español”, el gran Javier Gutiérrez. Se masca la complicidad de ambos, ese buen rollo, que me da en la nariz trasciende lo profesional.
Son los peones que vuelven a demostrar que el camino puede unir a los más impensables, extrayendo los mejores o los sentimientos más verdad genuinos de ambos. Por eso no considero nada baladí ni disparatada ese vínculo que sugiero con la insigne obra de Miguel de Cervantes, pues Mario y Colombo no acaban sino erigiéndose en trasuntos del Caballero de la Triste Figura y su regordete, aquí rebajado de kilos, escudero y fiel compañero de andanzas.
Y sí, esas grullas a las que me refería al principio, bien pueden erigirse en metáfora de tantas cosas.
Por supuesto, me encanta esa escena hacia el final de Zahera tras los matorrales que resulta de lo más reveladora.
Es de las de paladear despacito para darle el verdadero sentido a la vida, sin precipitaciones. Francamente bonita.