Cabalgando al fondo de uno mismo
Por José Luis Vázquez
Algún día espero que se haga adecuada justicia con el genial cineasta, al que han despachado muchas veces como mero artesano como si ello fuera un desdoro, que firma esta verdadera joya del Oeste. Me refiero a Henry Hathaway. Unas 60 películas le avalan, ni una floja o discreta que yo recuerde y aseguro haber visto la mayor parte de sus filmografía, con una puntuación media superior al notable, más bien tirando al sobresaliente, y con un puñado considerable de obras maestras en su haber: “Tres lanceros bengalíes”, “El príncipe Valiente”, “Niágara”, “Sueño de amor eterno”, “El camino del Pino Solitario”, “Correo diplomático”, “El pastor de las colinas”, “Cuando muere el día”, “Lobos del Norte”, “Almas en el mar”, “Envuelto en la sombra”, “El beso de la muerte”, “A 23 pasos de Baker Street”, “Barreras de orgullo”, “Catorce horas”, “Johnny Apollo”, “Yo creo en ti”, “Rommel, el zorro del desierto”, “El fabuloso mundo del circo” o “El demonio del mar” entre otras muchas
En el terreno del western, son igualmente numerosos sus trabajos magistrales: la primera versión de “Valor de ley”, que pusiera en bandeja de plata a John Wayne su único Oscar, “Del infierno a Texas”, “El jardín del diablo”, “Alaska, tierra de oro”, “El póker de la muerte”, “Círculo de fuego”, “La conquista del Oeste” (suya es la firma de uno de los cinco segmentos de lo que está compuesta), “El correo del infierno”, la aquí reseñada o “Los cuatro hijos de Katie Elder”.
Precisamente entre esta última y “El último safari” (ésta de aventuras africanas como sugiere su título, pero en clave de cine del Oeste), rodó “Nevada Smith”, los tres trabajos con una característica en común, hablan de un tiempo que se va, del ocaso físico, social y de una forma de vida. Pero con una particularidad respecto a obras parecidas de otro genio del género, Sam Peckinpah, ofrece un tratamiento límpido, resplandeciente, prístino, nada embarrado.
Todas ellas, eso sí, están contempladas desde una serenidad elegante, sobria, no especialmente crispada pese a sus formidables picachos violentos (aquí, entre otros momentos, esa pelea a dos en el establo). Así se puede describir precisamente esta película, basada en el personaje creado por el fabricante de best sellers Harold Robbins para su exitazo escandaloso en su momento “Los insaciables”.
El mismo que viste y calza fue encarnado admirablemente por ese grandísimo actor llamado Steve McQueen, uno de los símbolos por excelencia, junto al propio Wayne, Mitchum, Widmark o Peck, de la virilidad masculina como tal, sin ninguna otra connotación. A través de ese rostro mineralizado, aparentemente imperturbable que le identificaba, que era una de sus marcas de fábrica, y su plausible sobriedad expresiva, matiza admirablemente la evolución de este individuo que le cae en suerte, Max Sand, ese mestizo, ese seductor, ese pistolero ávido al que le corroe la venganza. Por eso su final resulta tan contundente y esclarecedor.
Aparte de mostrar ese mundo en sutil transformación, en crepúsculo, esta road-movie física, agreste, de corte y confección clásica, constituye todo un tratado sobre la condición y dignidad humana, también sobre el odio y sobre la maldad que podemos llevar dentro de nosotros.
Da gusto ver la modélica limpieza y claridad narrativa con la que Hathaway despacha esto. Su duración no es breve precisamente, 128 minutos, pero podría haber sido el triple y seguro que me hubiera tenido igualmente enganchados a la pantalla. Porque este formidable profesional sabía de cine y de contar historias un rato largo. Y sabía integrarlas de manera armónica y natural en grandes espacios naturales.
Añadan un gran trabajo fotográfico del gran Lucien Ballard, una partitura musical de Alfred Newman de idéntico nivel y un reparto de característicos de quitarse verdaderamente el sombrero, como Brian Keith, Karl Malden, Arthur Kennedy, Suzanne Pleshette (una de mis debilidades de siempre, maravillosa actriz y mujer), Raf Vallone, Martin Landau… y tienen como resultado una película de esas que no se olvidan y que jamás se cansa uno de ver.
Una auténtica gozada