La Transición vista a través de los barrotes
Por José Luis Vázquez
Soy cada vez más reacio, en realidad no creo que haya abusado nunca de ello en mis reseñas, a detallar los argumentos o las secuencias de una película cuando ésta continúa todavía en cartelera. Ni a explayarme en exceso en detalles cuya gracia estriba en que cada uno de ustedes los descubra o no, o puedan coincidir con los detectados por quien esto firma. Por supuesto no puedo abstraerme de mi obligación de otorgarles información o señalizarles camino por si fueran de su interés. Prefiero hablar de sensaciones, sentimientos.
Con lo que no tengo inconveniente alguno en solazarme es con esos personajes de ficción que me dejan poso. Tal como es el caso, con que Manuel Gómez, Pino, El Negro o El Marbella (extraordinarios, respectivamente, Miguel Herrán, Javier Gutiérrez, Jesús Carroza y Fernando Tejero), los cuatro protagonistas de “Modelo 77” son de esos individuos que me acaban calando hasta el corvejón. Están trazados tan admirablemente bien, con tanta profundidad, inteligencia y complejidad, incluso sentido del humor, que difícilmente los olvidaré por mucho que pase el tiempo.
Ni más ni menos, que lo mismo que me sucediera a lo largo de mi ya considerable vida cinematográfica con el Burt Lancaster de “El hombre de Alcatraz”, el Paul Newman de “La leyenda del indomable”, el Clint Eastwood de “Fuga de Alcatraz” o el Tim Robbins y el Morgan Freeman de “Cadena perpetua”, por poner tan sólo algunos ejemplos de un género o subgénero, el drama carcelario que ha impreso y aportados muchas páginas gloriosas al bendito Séptimo Arte.
También habría que sumar otro relativamente reciente y autóctono, el Malamadre de la también excelente “Celda 211”. Y es quién nos iba a decir hace poco más de una década que nuestra cinematografía iba a hacer aportaciones tan sustanciosas a este género y a otros varios que se vienen destacando.
Claro que cada vez ello es menos de extrañar por la irrupción a lo largo de los últimos años, las tres últimas décadas, de una nueva generación de cineastas absolutamente desacomplejados y con un gran conocimiento del medio. Como el sevillano Alberto Rodríguez, que en poco tiempo y con un puñadete de títulos (incluyo series) ha conseguido que se convierta en mi favorito del lugar junto a Rodrigo Sorogoyen, y hay bastantes otros más que van desde Daniel Monzón a Manuel Martín Cuenca, pasando por Javier Fesser, Oriol Paulo, Jaume Balagueró, Carla Simón y bastantes más. La lista es amplia y nutrida.
Precisamente una de las principales cualidades de Rodríguez, aparte de su impecable sentido del ritmo y su exquisita escritura o narrativa, es la composición de personajes muy elaborados, perfilados con mimo, con aristas que dicen los modernos, realistas, creíbles. Como todos los componentes de(l) “Grupo 7” o la pareja de detectives de su magistral “La isla mínima”.
Con esta última entronca en utilizar una textura, unos colores fríos propios de la época reflejada, allí entrados la década de los 80 del pasado siglo, aquí en plena Transición, lo cual sirve para ubicar y ambientar (otro de sus logros, aquí especialmente) unas historias que nos hablan de un pasado reciente todavía doloroso y deudor de una época oscura. Y si en “La isla mínima” se podía oír de fondo el ruido de sables asociado a terratenientes que todavía manejaban los hilos, en esta ocasión nos sumergimos en las trastiendas de las cárceles, en sistemas penitenciarios y judiciales injustos y trasnochados (por ser suave en mi expresión). En un período muy concreto en el que se barajaban las amnistías a presos políticos y, por extensión, a comunes de todo tipo y condición.
No hay paños calientes, Rodríguez utiliza su cámara como un bisturí penetrando por celdas y pasillos angostos, vidas truncadas, abusos policiales y de la autoridades, supervivencias extremas y resistencias inhumanas. Dejando, eso sí, hilillos y regueros para la esperanza en medio de toda esa sordidez. Y desprendiendo verosimilitud en todo momento.