Tres eran tres… y descolocados
Por José Luis Vázquez
Nunca falla Alexander Payne, para mí al menos, el firmante de las formidables “Ruth, una chica sorprendente”, “Election”, “A propósito de Schmidt”, “Entre copas”, “Los descendientes”, “Nebraska” y “Una vida a lo grande”. Adoro absolutamente toda su filmografía, no muy extensa por otra parte, pues no llega a la decena de títulos en más de tres décadas, pero tal vez por ello sea más precisa, meditada, rigurosa e irreprochablemente remachada.
El que fuera estudiante de Literatura Hispánica durante un año, allá a comienzos de la década de los 80 en la Universidad de Salamanca, no ha hecho sino ir conformando una obra de un calado excepcional. De manera pausada, pero segura, sólida, de lo más consistente y con evidente vocación humanista.
Su última aportación, este particular cuento navideño de adultos o en formación de ello, constituye un nuevo punto de inflexión. Es una preciosa y también afligida historia de soledades provisionalmente compartidas entre seres desubicados, un tanto perdidos, con carencias y con una buena mochila de reveses a cuestas.
No deja de ser igualmente una particular comedia sobre el desencanto, la tristeza y la posibilidad de reflotar, de renacer o de esas segundas oportunidades tan queridas en las temáticas de su autor.
El título vuelve a resultar un acierto (si me apuran el original es todavía mejor… “Remanentes”), ya que pase lo que pase, lo que cuenta en esta tierra de penumbras es seguir ruta, no dejar de remar. Y es que, de no ser así, mal asunto, ya que no procedería entonces ese “los que se quedan” por ser lo opuesto a los que se han ido. Lo que pasa es que permanecer suele estar asociado con pechar con las diversas contrariedades que conllevan proseguir por estos parajes terrenales. Se trata de cómo hacer frente a los jirones y desilusiones que vamos acumulando, por muy terribles que sean o que nos parezcan… y a levantarse de las caídas.
Y aunque esta vez no sea el propio cineasta el autor del libreto (es igualmente un magnífico guionista… se notan sus estudios), hay que ver lo extraordinariamente bien que está escrita. Qué verdadero gusto y disfrute cuando la palabra y los diálogos suenan a tan creíbles, humanos, auténticos tanto en su vulnerabilidad como en su fugaz fulgor. Acompañados, claro por las imágenes adecuadas, por impolutos encuadres que remarcan con vigor la voz de los tenores.
Ese trío en cuestión es un muestrario representativo de cierta desolación vital. Por ejemplo, es esclarecedor que esa cocinera afroamericana sea la madre del único alumno que ha ido a Vietnam en ese colegio elitista y genuinamente anglosajón. Está espléndida Da´Vine Joy Randolph en dicho rol, no me extrañaría que se llevara la estatuilla dorada con toda la justicia del mundo.
Quien vuelve a estar de matrícula de honor es Paul Giamatti, compinche del director en la magnífica “Entre copas”. Aquí como un cascarrabias profesor que ofrece constantemente momentos gozosos con sus reflexiones, su sobria expresividad y su actitud existencial. Para mí debería ser el Oscar indiscutible al mejor actor en la edición de este año, pero probablemente se lo llevará el Cillian Murphy como inventor de la bomba atómica. No sería injusto, pero Giamatti sencillamente se sale. Ah… También es mi favorita a mejor producción, pero ídem de ídem respecto a la por mí no excesivamente amada “Oppenheimer”.
El tercer vértice es el debutante Dominic Sessa, al que el mejor elogio que le puedo hacer es señalar que no lo parece ni por lo más remoto. Se muestra de lo más curtido y desenvuelto.
El que transcurra en la década de los 70 y se haya rodado en formato cuatro tercios y con la textura granulada propia del momento, se erige en un toque de distinción y de pleno acierto. Me encanta también su ambientación invernal, nevada, como la esgrimida por un clásico tan relevante de aquel tiempo como “Love story”, el cual visto hace escasas fechas, me ha permitido ratificar lo grande que es, nunca suficientemente ponderado (tiene una de las mejores escenas de muerte de la historia del Séptimo Arte).
Además, el hecho de que se citen, incluso que se utilicen para un gag, las para mí imprescindibles “Meditaciones de Marco Aurelio” me parece un detalle de exquisita gracia, intencionalidad y delicadeza.
Al igual que toda la obra de Payne, se caracteriza por su crujido y crepitar permanente, sin elevar el diapasón, en la que la vida late y aflora atravesada por los sinsabores y satisfacciones que la misma suele conllevar.
En plena era digital de explosiones y ruido continuo, asistir litúrgicamente a una muestra tan bella y contenida de relato con personas que “sangran” y están descritas con tanto afecto y mimo, con tanta verdad, supone toda una liberación.