Luz ante la muerte
Por José Luis Vázquez
El siglo XXI ha traído a España un buen ramillete de mujeres cineastas. Y no ya solo por el amplio número de quienes se dedican a ello, que también, sino por la calidad que atesoran en un considerable porcentaje. A las veteranas y notabilísimas Gracia Querejeta, Isabel Coixet o Icíar Bollaín, con un bagaje que remite a tiempo anterior, hay que añadir los nombres de Paula Ortiz, Arantxa Echevarría, Carla Simón, Mar Coll, Alauda Ruiz de Azúa, María Ripoll (es la única cuyo despegue comenzaría antes, en la década de los 90, exactamente en 1997 con la producción coral “El dominio de los sentidos”, Estíbaliz Urresola Solaguren, Jaione Camborda, Elena Martín, Clara Roquet, Meritxell Colell, Belén Funes, Carol Rodríguez, Nely Reguera, Beatriz Sanchís, Andrea Jaurrieta o… Pilar Palomero (y me dejo a alguna otra cuya filmografía merece ser seguida), la firmante de estos “Destellos” verdaderamente luminosos en todos los sentidos.
El de la zaragozana -paisana de Paula Ortiz, la capital maña está resultando toda una cantera- supone tan solo su tercer largometraje, pero el nivel mostrado hasta la fecha, desde que irrumpiera hace tan solo cuatro años con la estupenda y “Las niñas”, a la que seguiría “La maternal” -este es su tercer trabajo-, hace concebir esperanzas de que bien pudiera ser uno de los valores más sólidos y destacables de nuestra industria, de hecho ya lo es pese a su todavía escaso bagaje numérico.
Y conste que aquí partía de un aparente doble hándicap, que consigue evitar a base de destreza y maestría. Por una parte, por tirar de un ritmo que gran parte del personal entiende como “lento”, algo que en tantas ocasiones no he compartido, pues las películas tienen el ritmo que deben tener, o mejor aún, a mí nunca me han preocupado los acelerones. Otra cuestión es la del aburrimiento. Por tanto, me resulta indiferente que el orden acompasado sea más o menos “eléctrico”. Que me llegue, eso es lo único que verdaderamente me acaba importando, tal como me sucede aquí.
El segundo es el referido al asunto a tratar, ni más ni menos que la muerte, la mismísima parca, el cómo afrontarla, tanto por el señalado como por los seres queridos a su alrededor. Sobre todo, cuando todavía dispones de algún tiempo para “digerirla” o “compartirla”. Resulta curioso que sea precisamente abordando algo tan peliagudo, eso en lo que todos nos equiparamos, cuando se desprenden ráfagas, esos destellos del título de verdadera vida.
Y, lo que lleva a cabo Palomero, no voy a decir que sea un milagro, pero sí que irradia verdadera luz pese a tan tremenda cuestión. No hay por su parte, su cámara así lo evita, ni excesos, ni gritos, ni llantos, ni contorsiones, ni melodrama sobrante, ni efectismos. Más bien todo lo contrario, irradia naturalismo, intimismo del bueno, recogimiento interior, pequeños, pero definitivamente reveladores y hondos gestos. Está rodada con el suave calor del baño maría. Lo que no ha conseguido Almodóvar con su gélida “La habitación de al lado” lo percibo aquí con esta conmovedora y queda forma de narrar.
Y como bien recoge el colega Randy Meeks, “puede dejar la sensación de que no cuenta nada cuando, en realidad, lo está contando todo”.
No necesita aportar dato alguno de que pasó en el pasado en esa relación de pareja rota. Eso ya no cuenta, solo importa el presente, la generosidad de ambos (y dos más, hijo y nuevo compañero), la entrega sin vocinglería de ningún tipo. O la esperanza y calma afectuosa que aporta un insólito Julián López, infinitamente -para mí, claro- mejor en este registro dramático que el utilizado en tantas comedias bobaliconas, y no será porque no considere a este género el más difícil de hacer, pero hay que saber -como todo en la vida- dar con la tecla adecuada.
Pero quienes están descomunales son sus protagonistas, una inmensa Patricia López Arnaiz, merecidísimo premio en el Festival de San Sebastián y un Antonio de la Torre, que prácticamente desde el inicio de su carrera constituye siempre un valor seguro. Como Javier Bardem, Luis Tosar, Javier Gutiérrez o tantísimos buenos actores como los que contamos en España desde tiempo inmemorial.
Pero me detengo especialmente en lo de ella porque su evolución está siendo mayúscula, aunque doy por descontado que talento siempre lo tuvo, pero para ser grande hay que tener ese algo más que entiendo posee. Hay que ver lo bien que se mueve, se desplaza, camina, observa y, sobre todo, mira. Esa mirada suya lo dice todo sin necesidad de verbalizar. Si las desconocen, pueden disfrutarla también en otras excelentes o meritorias producciones como “20.000 especies de abejas”, “Nina”, “La hija”, “Mediterráneo”, “Ane”, “Mientras dure la guerra”, la Trilogía del Baztán, “Uno para todos”, “El árbol de la sangre”, “Lasa y Zabala”, “Amaren eskuak (Las manos de mi madre)”, “En 80 días”, “Un otoño sin Berlín” o la serie “La peste”. No está nada, pero que nada mal el bagaje de la vitoriana hasta el momento, eh.
Las actuaciones de los citados y la cámara de Palomero forjan un trenzado del que, si son capaces de participar, pueden salir verdaderamente conmocionados, tocados, y aliviados también… pese al dolor expuesto o acumulado.
Permítanme para concluir que destaque una secuencia, a lo mejor no la más virtuosa, pero que toca fibras al igual que las tocaba ese ya mítico pasodoble “En er mundo” de la memorable -una de mis tres favoritas de siempre del cine autóctono- “El sur” que, curiosamente, de otro tipo o manera, sonaba igualmente a despedida. Me refiero, claro, a ese instante precioso, casi mágico en el que suena esa impagable “A tu vera” en la voz de la impagable, irrepetible Lola Flores.
El ya citado Meeks pone inmejorable rúbrica a su reseña, “Los destellos” encapsula la tristeza compleja e infinita de acompañar en la muerte”. Pues eso, para qué decir más.