Maldad y la codicia en estado puro
Por José Luis Vázquez
Quién dijo que el admirablemente apabullante cine del genial Martin Scorsese fuera fácil o accesible a cualquier tipo de paladar. Y no solo lo señalo por esa impronta cinéfila (militante hasta la más feliz de las extenuaciones), minucioso y torrencial que siempre lo ha caracterizado, y que él ha reciclado adecuadamente, permitiéndole distinguirse por un toque de lo más personal, confundible o inconfundible, según, pero en cualquier caso dotado de una tremenda electricidad… estática o dinámica. Sino principalmente, y por utilizar términos justificadamente socorridos, por desplegar un militante estilo nervioso, crispado, febril, especialmente en este postrero tramo de su excepcional y dilatada carrera. Tal vez la sublime “La edad de la inocencia”, “New York, New York”, “Jo, ¡qué noche”, “La invención de Hugo” y “Kundun” supongan una excepción, pero bajo sus pliegues late igualmente desazón.
Ojalá todavía tenga combustible para un buen rato más, para seguir haciéndonos impagables regalos como lo es su obra entera y aquello que le rodea o entronca con este mundillo -es uno de los mejores críticos que hayan existido jamás, junto a Garci o Truffaut- y sus derivados (la música es otra de sus pasiones), pues está claro que estamos en el reinado de los octogenarios y nonagenarios, desde Ridley Scott hasta Woody Allen o Clint Eastwood, entre otros. Todos ellos, y varios más, unos fuera de serie en diversos sentidos y los mantenedores del Hollywood más clásico adaptado a los nuevos tiempos.
Pues bien, “Los asesinos de la luna” es una muestra inequívoca del sello de marca del neoyorquino. Con lo que eso conlleva, pues como es difícil poder empatizar con sus protagonistas, salvo con la chica nativa, es posible que no vaya a figurar entre las películas amadas de muchos (ese plus empático contribuye a decantarnos para considerarlas favoritas, o las mías al menos), aunque en mi caso ello no me impida poder sustraerme a su maestría, qué digo maestría, puro magisterio. Y con un matiz aclaratorio que conviene destacar… ese espanto, ese horror mostrado pudorosamente -las secuencias de acción se resuelven mediante escasamente exhibicionistas planos generales-, están expendidos mediante un ritmo pausado, medido, un enojo sereno, una planificación inmaculada, un montaje calmo y una cadencia casi imperceptiblemente creciente.
De propina, regala exhaustiva información generosa en datos y detalles, la cual en lo que a mí respecta no me provoca fatiga alguna, más bien lo contrario, me sirve aún más para el enriquecimiento de lo descrito.
Además, ahora que están de moda en la gran pantalla y, especialmente en las plataformas, los relatos de “true crimes” (asesinatos verdaderos) éste pasa a erigirse de facto en uno de sus más rotundos, contundentes, brillantísimos exponentes, sin las truculencias y los efectismos que a veces les son consustanciales. Y ofreciéndonos para la galería a dos individuos deleznables, repulsivos, hijoputas (sobra la preposición de) hasta decir basta, como pocas o ninguna vez he visto en los últimos tiempos. De ahí que ese cortocircuito que se pueda producir con ellos genere distanciamiento por parte de tantos espectadores. Pero, en fin, esto que acabo de comentar puede que sea especular por especular, que cada uno hable en nombre propio, como trato de hacer con mis reseñas.
Desde luego resultan estremecedores y desgarradores los hechos reales de esa Norteamérica de la década de los veinte del pasado siglo (en el territorio de Oklahoma para ser más concreto), esa forjada desde sus inicios -claro, que bien mirado ninguna nación se libra- a base de brutalidad por doquier y una exacerbada violencia que Scorsese ya nos ha propuesto en innumerables ocasiones, preferentemente en tiempos actuales, desde “Malas calles” y “Taxi driver” a “Gangs of New York”, “Infiltrados” o las más recientes “El lobo de Wall Street” y “El irlandés” (la magnífica antecesora de ésta). Pone literalmente los pelos de punta, es espeluznante el episodio aquí contado y perpetrado contra la tribu osage, que debo confesar desconocía -pese a mi pasión por la historia de los USA- hasta el inicio de este proyecto.
No menos estremecedoras resultan también -se impone, claro, que los escuchen con sus voces originales- sus dos estrellas principales. De Niro vuelve a hacer de De Niro (es su actor fetiche… 10 colaboraciones) en su mejor versión, en la de toda la vida desde los tiempos de “El padrino”. Y Di Caprio (el segundo fetiche… 6) entendería que pudiera sembrar la duda, pero si es el atontolinado pernicioso y sin escrúpulos que creo entender compone, sencillamente está portentoso, incluso aceptando que bordee la sobreactuación o que en algún momento pueda caer en ella.
Es de obligadísima justicia añadir un tercer elemento en este apartado, la indígena auténtica Lily Gladstone (¿posible Oscar?), que lleva a cabo una actuación de ejemplar contención y de humanizadas y elocuentes miradas, un contrapunto ante tanta bestialidad, representación por otra parte de una inocencia mancillada, profanada.
Que recaiga en los dos primeros el peso de tan extensa -solo en lo referido a su metraje, más de 200 minutos- narración, pues tal vez fuera concebida consciente o inconscientemente como algo más largo para Apple TV, o que el FBI aparezca en su última parte, no me parecen inconvenientes. Y es que, si tiene un comienzo de lo más deslumbrante, casi evocador de la gramática del mismísimo padre fundacional David Wark Griffith y un colofón a idéntico nivel a propósito de mi amadísima radio, lo que va en medio con ellos acaparando planos no sólo no me fatiga ni una milésima de segundo, sino que me mantiene permanente embobado, sin que decaiga jamás mi atención ante tan atroz crónica negra de los Estados Unidos, ante sus prolongados hasta la actualidad salvajes orígenes y ante la práctica con la que ha sido forjada y mantenida dicha nación, de la que tan extraordinario e inigualable retratista ha sido siempre Scorsese. Aquí condimentada o entremezclada por tonos o registros indistintamente épicos, detectivescos o sórdidamente intimistas. Aprovechando, de paso, para hablarnos sobre otras variadas cuestiones: desengaños, discriminación, poder, racismo y atípicos apuntes románticos.
Eso sí, aunque por localizaciones e incluso época podría figurar como tal, no lo considero precisamente un western. No constituye desdoro alguno, sino simplemente una puntualización. O si lo prefieren, como mucho estaría dispuesto a admitir que supone una transición del mismo. Y proclamo esto sabiendo que su propio director lo considera como muesca del género.
Soberbia. Indistintamente de lo que a cada cual pueda provocar es técnicamente impoluta, otra virguería Scorsese, a la altura de sus más grandiosas criaturas… que son la mayoría