Por José Luis Vázquez
El genial, no -lamentablemente- demasiado prolífico y especialista en comedias Preston Sturges rodaría siete obras maestras dentro de dicho territorio, precisamente las primeras de su filmografía, desde que debutara en 1940 con “El gran McGinty” -inaugurando una tendencia que a partir de aquí será habitual, la del guionista que pasa a dirigir sus propios textos- hasta 1944, cuando comienza su relativo declive, que tan solo se prolongaría en cinco títulos más diseminados a través del tiempo (hasta 1955, cuyo último trabajo, “Los carnets del mayor Thompson”, lo firma ya no bajo pabellón estadounidense sino francés) y en los que mostraría todavía algunas excelencias de su genio. No quiero olvidarme de la un tanto -relativamente- más seria “El gran momento”, excelente biopic sobre el inventor de la anestesia dental, William Thomas Morton.
“Las tres noches de Eva” es una de las más destacadas y obligada referencia cuando se aborda el género durante esa prodigiosa década de los años 40, la más gloriosa de la historia del cine en este y otros apartados. Figura entre otros dos hitos, con las que probablemente forme la Santísima Trinidad creativa de su carrera, la imprescindible “Los viajes de Sullivan” y la delirante “Un marido rico”.
Poseída de ese alocado espíritu que embargaba a los mejores exponentes de la “screwball comedy”, volvió aquí a ofrecer uno de esos poderosos personajes femeninos rebosantes en iniciativa que jalonan su filmografía, Jane Harrington. Y quién mejor para encarnarlo o representarlo que la sensacional Barbara Stanwyck, capaz de ser de lo más sensual y seductora (al respecto: dos secuencias se llevan la palma) sin haber sido nunca un bellezón. Divertida, ingeniosa, pícara, y capaz de pasar en un plis de la más absoluta frialdad a la mayor de las ternuras. Para la época sus escenas de sugerido “sexo” tuvieron que resultar de lo más atrevidillas.
Pero, sobre todo, es una cautivadora historia sofisticada, de un particular romanticismo sobre falsas identidades (o verdaderas) que, navega indistintamente, por mares mordaces, ácidos y encantadores.
La cosa va de estafadores, millonarios especialistas en ofidios y chicas de un irresistible encare. De nuevo Sturges pone en solfa a la burguesía y a la alta sociedad. El matrimonio vuelve a estar contemplado como un asunto lucrativo y también como todo lo contrario.
Es una historia circular, de repeticiones en la que dos zancadillas suponen toda una declaración de principios.
Repleta de memorables diálogos y secuencias brillantísimas. Al respecto, recuerdo una partida de cartas en un trasatlántico, un imposible desayuno de un tal señor Pike o esas memorables caídas casi consecutivos de Fonda en casa de sus padres
Presten también atención a una cena con camarero incluido que bien pudiera haberla tenido en cuenta el mismísimo Blake Edwards para otra antológica de similares características en su memorable “El guateque”.
No me extraña que fuera nominada al Oscar al mejor guion original, porque su texto, principal especialidad de Sturges, es francamente de división de honor. De nuevo, la “guerra de sexos” con esos ya mencionados toques de crítica social, vuelve a ser su fundamento principal.
Refiriéndome a Henry Fonda, si inicialmente no hubiera podido parecerlo dado su escaso bagaje hasta el momento dentro de estas lindes, se acaba revelando como el más adecuado para interpretar a ese panoli sometido a los deseos y caprichos de Stanwyck. Es que cuando se es un ACTOR, se es ante cualquier registro. Y este tal vez supuso el papel que le confirió un registro de comediante que repetiría a continuación en varios títulos.
Imposible no reparar igualmente en esa interminable pléyade de maravillosos característicos encabezados por un deslumbrante Charles Coburn como ese pícaro y truhán coronel Harrington o por un divertidísimo William Demarest.
Algunas variaciones de “El barbero de Sevilla” rossiniano ponen elegante toque musical a su desarrollo.
Sensacional, arrasadora, obliga de principio a fin a que no se la pueda ignorar ni un solo instante.