Entrañables guitarreros
Por José Luis Vázquez
Esta preciosidad estrenada hace escasamente dos semanas, se está convirtiendo en la verdadera revelación y sorpresa de lo que llevamos de 2024 y de cierto tiempo atrás en nuestro cine (no quisiera olvidarme tampoco de esa maravilla que es “Robot dreams”) y si me apuran incluyo el panorama internacional, aunque mucho me temo que su recorrido allende nuestras fronteras no sea el merecido por esas cosas tan complicadas de la distribución. Estoy comprobando toca fibras, y no a pocos.
Contiene una de las tres mejores actuaciones masculinas surgidas por estos pagos en el último año, junto a la de David Verdaguer de “Saben aquel” (el mimetismo conseguido por el actor catalán y el del actor de esta producción referidas personajes que existieron resulta de lo más plausible) y el -encima me cae fenomenal, no puedo ni quiero evitarlo- encantador José Coronado de “Cerrar los ojos”.
Es el mejor debut de un cineasta autóctono visto hasta la fecha en lo que llevamos de temporada. El de Javier Macipe en concreto. Pero me atrevo a extenderlo a lo que va de siglo. Probablemente, sea la mejor ópera prima o debut del cine español en lo que llevamos del XXI. Y tiene mucho mérito porque el listón estaba muy alto con espléndidas producciones como “Las niñas” de Pilar Palomero, “De tu ventana a la mía” de Paula Ortiz, “Verano 1993” de Carla Simón o “20.000 especies de abejas” de Estíbaliz Urresola Solaguren, entre otros referentes. Con razón obtuvo el premio del Jurado de la edición de 2023 del Festival de San Sebastián.
Sus veinte primeros minutos son extraordinarios, pero es que lo que va a continuación, en otro tono más apacible mantiene e impulsa dicho nivel.
Una de las claves de su éxito es la autenticidad que desprende, precisamente ésta y el seguir un camino propio en la vida se acaban convirtiendo en dos de sus líneas principales, o sin duda estas son las que a mí más me llegan… y me sacuden a raudales montones de sensaciones y trazos temáticos. Es cierto, además, lo manifestado por su director, supone toda una inmersión en los sonidos analógicos de las salas noventeras y en la placidez patios santiagueños argentinos atestados de gran música.
Está basada en hechos e individuos reales. Vagamente me sonaba algo, pero desconocía el meollo, tanto la historia como el personaje, el músico y compositor Mauricio Aznar, un rockero devenido en cantautor que reinara en la Zaragoza de los años noventa, coetáneo de su paisano Enrique Bunbury que acabaría popularizando su “Apuesta por el rock and roll”. No es difícil deducir por lo que nos es tan admirablemente mostrado en pantalla, que debió ser un tipo hipersensible, alejado de cualquier veleidad de impostura o afectación, un tío legal, puede que también autodestructivo (no lo sé, lo desconozco, aunque su desenlace resulta revelador), desde luego un artista en toda la extensión de la palabra. Este es al menos el retrato que se nos “vende” y trasciende en esta propuesta bonita a rabiar. Pero, especialmente, lo que destila este viaje al fondo de su protagonista, es luz, una inmensa luz, pese a sus repechos sombríos y desgarradores.
La puesta en escena de esos momentos plenos de su existencia supone, a la vez, la inmersión en toda una época y unas latitudes, desde la capital maña a paisajes del noroeste de Argentina, como Santiago del Estero. Por otra parte, no puedo evitar la inevitable nostalgia al invocar al referencial en mi infancia Atahualpa Yupanqui (ay esos “ejes de la carreta”) y su álbum, esa biblia con acordes que es “Canto del viento”. Me trae ecos y me retrotrae a mi pasado más dichoso y feliz.
Y, de acuerdo, llega a ser terriblemente devastadora, pero sobre todo es hermosa, bellísima, pura poesía audiovisual. Eso es lo que finalmente acaba contando.
Su conclusión es (dolorosamente) poética, al igual que lo es su espíritu y varios de sus pasajes. Y legítimamente melancólica. Y vitalista, tremendamente vitalista.
Pepe Lorente clava al protagonista, ya lo decía al inicio, pero recabando posteriormente información en Google, es increíble como se sumerge en Mauricio, lo clava física y emocionalmente. Resulta una interpretación contemplativa de gran sutileza en la que el tiempo y la escucha que se van adueñando del personaje, acaban resultando fundamentales.
Finalizada su proyección acabo con la mejor y más placentera de las sensaciones. Exuda alma, corazón y vida por todos sus costurones. Se me ha ofrecido tristeza sí (expendida admirablemente, creativa), pero igualmente amistad, conocimiento, rock, zambas, chacareras… chacareras evaporadas con la mayor de las convicciones e inmenso amor. Y unos tipos de los que se incrustan, guitarreros que embocan su instrumento con la sabiduría que da el verdadero talento y sentimiento.
No deja de constituir todo un elogio de la vida sencilla, de aquello que resulta o debería resultar ciertamente esencial. El maravilloso Carlos Carabajal inmediatamente lo asocio, salvando las trayectorias diferentes, al actual ex presidente uruguayo José Mújica, un tipo que siempre me ha caído estupendamente sin necesidad por ello de comulgar ideológicamente con él… pero desde el infinito respeto y vayan a saber si al final desde la coincidencia de planteamientos existenciales.
Al igual que aquí ha hecho el director con su criatura, quiero dedicar esta reseña a… las estrellas anónimas de cualquier lugar o manifestación artística.
No se les ocurra perdérsela.