No hay nada justo o injusto bajo el cielo
Por José Luis Vázquez
Una de mis favoritas de todos los tiempos dentro del género romántico. No ha perdido un ápice de encanto desde su estreno, allá por 1955. Casi 70 años la contemplan.
¿Por qué ya no se hacen películas así? No creo que sea por una cuestión de capacidad o falta de talento, sino más bien tal vez por el tiempo “descreído” que nos toca vivir ¿Quién se atrevería hoy en día a incluir frases del estilo de “tú eres delicado y no hay nada más romántico en el mundo que ser delicado”, o “todas las mujeres enamoradas deberían tener un jardín secreto”, o “recuerda que el insecto azul nos garantizó una vida y larga feliz”?
Pues miren, francamente, como a mí las modas siempre me la han –disculpen la expresión- refanfinflado desde mi más tierna infancia, nunca dejaré de disfrutar, de gozar, de esta preciosa, “caduca”, “antigua”, maravillosa película de amor(es), como se decía antes. Una de mis tantas preferidas de la historia del cine. De las que encabezan dicha relación, sin ningún tipo de duda.
He perdido la cuenta de las veces que la he visto, tuve una copia en VHS y ahora la tengo en dvd y blu-ray, pero cada vez que descubro que comienza en cualquier canal que la esté emitiendo, me quedó plantado y abducido ante el televisor. Así me sucede desde el mismísimo comienzo, desde los títulos de crédito en brillante color y cinemascope, desde que suenan los primeros acordes de ese tema inmortal titulado “El amor es algo maravilloso”, coincidente también con el título original (y eso que en este caso el de “La colina del adiós” no chirría en exceso, pero nada que ver el uno con otro), la divina melodía compuesta por Sammy Fain y Paul Francis Webster, desde que se comienza a oír el sonido de una ambulancia que se dirige hacia el hospital en el que trabaja la protagonista femenina, la doctora Han Suyin (ese tan importante en la fecha de su estreno carácter antirracista continúa teniendo plena vigencia, pero hoy en día tal vez carezca de la repercusión obtenida en aquel momento), una siempre arrebatadora y fascinante –hay algo de etéreo en su evanescente rostro- Jennifer Jones, la misma de la sublime “Jennie”.
La manera tan elegante que tiene de conocerse la pareja, en uno de esos refinados cócteles con cacatúas parlantes y señores muy bien vestidos, en este caso en la colonial Hong Kong, ya predispone para ver una historia de amor al estilo de las de antes, con ceremoniales, buenos modos, tratamiento de usted hacia la otra parte, respeto y mucha pasión contenida. Una delicia, vamos ¿La vida real? Esa tal vez sea otra cosa, o no. Y puede que actualmente los jóvenes que la vean se partirán de risa, pero a mí siempre me gustó este tipo de tratamientos en estas películas.
Pero aparte, no es por una concepción estética o –en el sentido más amplio y menos constreñido del término- “moral” por lo que me suelen fascinar este tipo de producciones, sino por su exquisitez, por lo extraordinariamente bien hechas que están. La mejor maquinaria hollywoodense puesta al servicio de todos los elementos encargados de realzar un encargo de estas resplandecientes características.
A propósito, destacar ese innato sentido para colocar la cámara en el sitio preciso; la variedad de escenarios, exóticos o de interiores; el mimo visual con que son/eran tratadas las estrellas; esas direcciones artísticas propias de cuentos de hadas; esa amalgama de vestidos de todo corte y confección; esos guiones repletos de diálogos o de frases poéticas sin que sonaran jamás cursis o petulantes; la constatación de que el cine continuaba inventándose (con aportaciones como las anteriormente reseñadas, el ancho de pantalla, los nuevos tratamientos cromáticos) sin perder nunca como referencia lo que más importa, el ser humano. Para ser más claro, todavía no engullidos por la parafernalia digital que tantas veces oculta lo que de verdad importa, los sentimientos que desprenden autenticidad, alejados de imposturas, maquillajes o artificios. Aunque en este terreno que estamos viviendo, haya también ejemplos completamente salvables y reivindicables, como el “remake” de “El libro de la selva” o tantos buenos títulos de Marvel, entre varios ejemplos… que cada época tiene sus iconos y encanto cinematográfico.
Pero tengo claro que es un cine con una pátina especial, otorgada la misma por el consiguiente y bienhadado paso del tiempo y también por la manera de entender la vida, las cosas, la propia existencia.
Y me refería antes a Jennifer Jones, pero no pierdan de vista a uno de los actores más completos, dúctiles y seductores que diera jamás la Meca del Cine. A William Holden, el de “Traidor en el infierno”, “Sabrina”, “Picnic”, “Grupo salvaje”, “El puente sobre el río Kwai”, “Espía por mandato”, “Satanás nunca duerme”, “La fuerza de las armas”, “Fort Bravo, “La torre de los ambiciosos”, “El crepúsculo de los dioses” e ingentes obras maestras más. Aquí, de nuevo pulcro, sensible, encantador, masculino, todo un perfecto compañero para un recorrido sentimental… más o menos duradero, siempre según lo que pueda deparar cualquier recodo del camino, el caprichoso destino o como se le quiera llamar a los imprevistos de este mundo.
El exótico escenario en el que viven su romance, el mismo en el que posteriormente viviría otro intenso con Nancy Kwan en esa otra joya que es “El mundo de Suzie Wong”, ese árbol símbolo de un amor indestructible, son otros añadidos a una película que no da tregua al aburrimiento, siempre que uno esté dispuesto a dejar mecerse por sus tiernas, arrulladoras imágenes.
Como colofón esa canción que no deja de sonar (indiscutible Oscar, así como el de la banda sonora firmada por Alfred Newman, un tercero fue a parar al vestuario de Charles LeMaire) y que hace ya décadas que la tengo incrustada en el alma… Sí, el amor es algo maravilloso, siempre que no nos dejamos vencer por la abulia, por el escepticismo, por el descreimiento, y teniendo en cuenta que tanto el real como el idealizado están plagados de permanentes imprevistos y espinas, pues al fin y al cabo como este, aunque sabido es que la realidad supera tantas veces a la ficción.
Pero ésta apuesta tiene clara su vocación, una visión tal vez engañosa y ensoñada de lo que debería ser querer a alguien, o por la que al menos deberíamos luchar con todas nuestras energías y la mejor –pero de verdad de la buena- de las disposiciones.