Por José Luis Vázquez
No es muy profusa hasta la fecha la filmografía del cineasta barcelonés Jaime Rosales, pero siempre ha estado precedida de respetable consideración crítica entre los de mi gremio. No era mi caso hasta hace poco. Admito que me costaba entrar en su riguroso, estricto, experimental y por momentos impenetrable cine.
Por supuesto, no le he negado méritos en momento alguno, sencillamente no lograba conectar y no conseguía precisamente que me provocase enganche. Hasta que llegó “Hermosa juventud”, su quinto largometraje -éste que me ocupa es el séptimo- y mi perspectiva cambió, comenzando a transmitirme calidez y adhesión pese a los asuntos ásperos que aborda en todo momento.
El firmado entre medias, “Petra”, es un retorno a sus inicios, pero he de admitir que me perturbó e inquietó considerablemente.
Y ahora con “Girasoles silvestres” pese a volver a tocar cuestiones espinosas, desazonadoras, muy duras también, me vuelve a ganar para su causa.
Muestra en tres actos, según las respectivas parejas que van surgiendo en su devenir sentimental, la vida de una jovencísima mujer con dos hijos. Y eso le sirve a Rosales para mostrarse un tanto audaz en su visión de diferentes toxicidades masculinas que se pueden dar, desde la más despreciablemente violenta y de maltrato, hasta otras descritas sutilmente, que bien pudieran resultar más blandas, pero no por ello dañinas y rechazables: irresponsabilidad, indolencia, abandono u otras reprochables.
También en algún momento he creído advertir de pasada que se podría cuestionar cierta dependencia sentimental femenina. A propósito de ello, la hermana de la protagonista le espeta una frase muy ilustrativa acerca de que nos sepa estar sin compañía (“eres carne cañón… en cuanto pasa una mosca”).
Pero hay otros asuntos subyacentes de interés, como el de las clases sociales, en concreto la obrera de la que procede Julia y su entorno. También sobre eso se muestran apreciables pinceladas.
Todo ello retratado de una manera naturalista, con adecuadísima música de Triana abriendo y cerrando telón (“Abre la puerta niña”) con diálogos que suenan a auténticos, espontáneos y con unas interpretaciones que desprenden credibilidad. Por encima de todas, se dispara hasta cimas muy elevadas la formidable de Anna Castillo (“La llamada”, “Adú” o “Mediterráneo”), que modula perfectamente un personaje que podría haber caído en tics y caricaturas molestas. Su trabajo es descomunal porque no era nada fácil lidiar con esa mujer zarandeada y con necesidad de querer, madraza en toda regla pese a su escasa edad. También ella necesitada al igual que la planta del título, de calor y luz.
Tengo la impresión de que dentro de los márgenes “minoritarios” en los que se suele mover Rosales, este es un paso más para que probablemente su obra alcance a un mayor número de espectadores. Y sin hacer concesiones. Todo un mérito.