El placer de la tristeza
Por José Luis Vázquez
No me parecen gratuitas, no lo suelen ser en el personalísimo cine del inefable e intransferible director finlandés Aki Kausismäki, las referencias tan directas a la obra de su colega Jim Jarmusch y, en particular, a una de sus últimas aportaciones hasta la fecha, “Los muertos no mueren”.
Por otra parte, perfecto título éste para describir a esos náufragos, a esos supervivientes, a esas hojas caídas otoñales que son Ana y Holappa, la pareja protagonista de su nueva incursión en la gran pantalla que puede que no suponga ningún cambio estilístico, ni falta que hace, pero que aporta y suma, vaya si lo hace, contribuyendo al fecundo grosor y enriquecimiento de su filmografía.
Pululan también en breves cometidos otras criaturas propias de su universo y un tercer vértice pues, aunque no estamos ante un triángulo al uso, sí lo constituye como tal prolongación de afectos. En este caso con la aparición de un ser de cuatro patas que bien podría proceder de un relato chaplinesco… o ya puestos, dickensiano, aunque no recuerde en este momento ningún pasaje del genial escritor inglés en el que un chucho acapare su atención, sobre todo en tan poquitos planos. Es un personaje con entidad y uno más de un elenco que encabeza una adorable tirando a base de elocuente orfandad silenciosa y espléndida Alma Pöysti. Sin olvidarme de su adecuada réplica masculina, Jussi Vatanen. Dos nuevas e inolvidables aportaciones a esa galería “kaumiskiana” de seres solitarios, perdidos, introvertidos, tocados que no hundidos.
Por supuesto, resulta evidente que del espíritu del vagabundo (¿o errabundo?) del bigotito silente está bañada y rociada esta “historia de melancolía inexpresiva y minimalista” (Steve Calhoun dixit) que “aclara la mente y lubrifica el alma” (Jordi Batlle Caminal)
Y que se desenvuelve entre preciosas y embriagadoras evocaciones musicales (gozosamente ecléctica a más no poder su banda sonora, desde Schubert a Carlos Garde), literarias y cinematográficas. Estas últimas también de lo más variopintas, desde el anteriormente citado y en parte alma gemela de su firmante, Jarmusch, hasta Melville, Huston o clasicazos tan incuestionables como “Breve encuentro” del sublime David Lean (los carteles de películas de fondo se erigen en todo un imán y reclamo). Intuyo que aquí el colofón tendrá más prolongación en el tiempo, pero qué sabe nadie, aunque el refugio provisional de mutuo calor y compañía no es poca cosa.
Al contrario que el desenlace de aquella obra maestra británica, aquí de una manera queda, pero eso sí, igualmente poética, se nos acaba regalando un plano final hermosísimo y esperanzador.
Todo ello impregnado de una tristeza, que hace tan especial a esta muestra de comedia -sí, sí, pese a tirar de humor un tanto peculiar- romántica felizmente melancólica. Un elogio en toda regla de todos esos registros.
Desde luego, qué grande continúa siendo el invento de los Lumière cuando alquimistas, voces tan singulares y personalísimas como la aquí expuesta continúan ofreciéndonos retablos tan sombríos y bellos a la vez, en los que ni tan siquiera sus momentos más desgarradores o desapacibles son abordados con innecesarios subrayados, alharacas o molestos énfasis. Capaces de fabricar ilusión convirtiendo la mínima sencillez en máxima virtud.
Qué bonita. Pero ojo, entiendo que se la abrace y achuche incondicionalmente, como es mi caso, o también que alguien pueda tener la molesta sensación de tomadura de pelo. Es una de las gracias y de las consecuencias de los artistas y de sus creaciones. Aunque al final es, al fin y al cabo, es en lo que consiste la propia existencia, un milagro o una quimera… y en tantas ocasiones no del oro precisamente.