Osado, enérgico y arrojado narco musical
Por José Luis Vázquez
Evidentemente el acertado, incluso feliz término de narco musical aplicado a “Emilia Pérez” no me pertenece, pero lo adopto como si fuera propio para definir a esta singularísima producción francesa debida al maestro Jacques Audiard, uno de esos directores que convierten agitados o convulsos movimientos de cámara en estilo, algo que en su caso acepto gustosísimo. Con lo cual vuelve resultar cierto eso que suelo proclamar frecuentemente evocando el conocido tema de Jarabe de Palo y tal como sucede apelando a la mismísima vida… y es que depende, todo depende. Características que no acepto en ocasiones, les otorgo mi incondicionalidad en otras por causas de diferente tipo. Puede que hasta por capricho, así somos la especie.
Les recuerdo que el galo es el firmante de proposiciones tan gozosas como “De latir, mi corazón se ha parado”, “Los hermanos Sisters”, “Un profeta”, “Dheepan”, “Lee mis labios”, “Un héroe muy particular” o la más reciente y francamente reivindicable “París, distrito 13”.
Demuestra que en su caso ser inclasificable resulta virtud. O ecléctico. Sus trabajos no se parecen ni temática ni si me apuran estilísticamente, indistintamente de compartir cierto ritmo espasmódico por momentos. Y estas virtudes suponen buena parte de su encanto y de sus señas de identidad.
Esta vez se atreve con la historia de un narcotraficante que decide cambiarse de sexo. Para ello utiliza en el doble papel (Juan “Manitas” del Monte y la protagonista del título) a una actriz trans, aunque tal vez debería ir acostumbrándome a decir -como en este caso- actriz sin más. Desde luego la susodicha, Karla Sofía Gasón, está resultando merecidamente la sensación de la temporada, pues allí por donde pasa arrasa con premios, ahí está sin ir más lejos el concedido como mejor intérprete femenina en los recientes galardones del Cine Europeo (en los que también conseguiría el de película, dirección, guion y montaje… total nada).
A su lado, una verdadera debilidad de quien esto firma, una actriz estadounidense de las grandes de verdad (ahora mismo podría citar unas ochenta, es una época verdaderamente fértil en este apartado), aunque no esté generalmente así reconocida. Me refiero a Zoe Saldaña, inolvidable presencia en excelentes producciones de ciencia-ficción como “Avatar”, “Vengadores”, “Guardianes de la galaxia” o “Star Trek: Más allá”. Precisamente esta ha supuesto una magnífica oportunidad, completamente aprovechada, para dar un giro a su carrera y meterse en otro tipo de registros dramáticos.
Ambas al servicio de una obra que -tendencia de los últimos tiempos- vuelve a erigirse en un cóctel, en una mescolanza de géneros de lo más afortunada, tal como ha sucedido con la imponente segunda parte del “Joker”. Lo subrayo especialmente porque este tipo de operaciones están resultando fallidas en otras muchas ocasiones.
Y, sí, es un delirio, si me apuran un pastiche, un folletón (siento lo malsonante del término) elevado a la enésima potencia, un pasote que puede que se les indigeste a algunos, difícil de creer. Pero esa esta es la gracia, una de ellas, de este bendito invento. Que los artistas sean capaces de vendernos y engullirnos lo más disparatado, su arte, su mercancía. Y en esta ocasión se ha logrado con creces, con desmesura si quieren, pero con generosidad creativa principalmente.
Sin por ello dejar de mostrar o creyendo intuir, por aquello de la desmesura fundamentalmente, influencias almodovarianas o si me apuran de Sergio Leone, supongo que referencias inevitables al abordar cuestiones tan intensas y violentas como las aquí vertidas.
Lo que resulta indudable es su potencia visual, su atinadamente grandilocuente puesta en escena que acaba suponiendo droga dura, peyote del puro, que por algo transcurre en un México fascinante y por momentos entrevisto.
Sus coreografías, sus números, los cantables primordialmente, denotan también influencias del paisano y gran pope del género Jacques Démy, el de las maravillosas “Los paraguas de Cherburgo” o “Las señoritas de Rochefort”. Por tanto, dispónganse a paladear -eso espero- alguna que otra canción más bien bellamente susurrada que entonada.
Puede que a más de uno le resulte inevitable quedarse clavado ante lo que desfila en pantalla, tal como ha sido mi caso. Con esa última media hora, sus últimos compases, que supone un conmovedor colofón para una película con su carga discursiva, reivindicativa, pero que amén de hecha con talento, tal como ha reseñado algún colega, no resulta, o no a mí al menos, en modo alguno doctrinaria. Vamos, tal como lo que hizo el genial Clint Eastwood en este caso a propósito de la eutanasia en la memorable “Million dollar baby”
Desde luego, lo que sí puedo asegurarles es que pese a algunas de esas citadas y ligeras influencias mencionadas que se puedan detectar, supone una pieza única en sí misma, de la que no me consta existan precedentes, audaz, bizarra y febril.