A Godot todos siempre le esperamos
Por José Luis Vázquez
Aunque el estadounidense Thomas Alva Edison fue el que puso los mimbres, fueron dos franceses, los Hermanos Lumière los que inventaron ese maravilloso invento, para mí una manera de sobrevivir y adicción sin cura -ni ganas por lo más remoto- posible, que es el Séptimo Arte. Y desde entonces, desde el pistoletazo oficial de salida, desde el 13 de febrero de 1895, siempre han venido goteando en dosis generosas grandes películas del país vecino. Los últimos tiempos no son una excepción, es más hay terrenos, registros o géneros, en el que se están erigiendo en los reyes. Y eso que la cinematografía estadounidense continúa siendo para mí, tal como lo ha sido siempre, mi favorita con diferencia, después situaría también como siempre a la británica y tercera sería la gala, con italianos y españoles haciendo también muy buen cine… siempre, conviene matizarlo. Aunque, quede muy claro, el talento se encuentra por doquier, fíjense los “golden boys” mexicano (Cuarón, Del Toro e Iñárritu, aunque se hayan entregado a la industria USA), el iraní Asghar Farhadia, el danés Thomas Vinterberg, el chino Zhang Yimou y tantos otros. Y vale que tenga preferencias, pero para ver cine, prejuicios ni el mínimo.
Y viene todo este preámbulo, este rollo, a colación porque de lo que me toca hablarles aquí es precisamente de una producción del país vecino que se hizo merecidamente con el premio a la mejor comedia europea en 2020 y figuró, y tuvo gran repercusión, en la Sección Oficial de la Seminci, festival de cine de merecido prestigio.
“El triunfo”, tal es su título, o “Un triomphe” (en el idioma original de Gérard Depardieu), vuelve a ser una ingeniosa, ágil, entretenidísima, intencionada, metafórica en el mejor sentido del término, reconfortante e incluso refrescante incursión en esos parámetros anteriormente mencionados que puede provocar indistintamente risas, sonrisas y reflexión. Y aquí hay de todo esto en dosis generosas.
Se podría resumir en un titular, “Actor fracasado, taller de teatro, presos, barrotes y Esperando a Godot”. Voy por partes, que no tiene por qué decirlo tan sólo Jack el Destripador -disculpen el socorrido chistecillo negruzco- para explicarme. Un intérprete entrañable y en paro es el encargado de impartir un taller de teatro en un centro penitenciario.
La obra en cuestión es la célebre “Esperando a Godot” de Samuel Beckett. Absurdo y paciencia son dos de las constantes de este referente teatral que se pueden extrapolar y hacer extensivas a sus personajes, pues como han apuntado otros, todos tenemos un Godot que esperar.
Y los barrotes son aquellos que arrastramos o nos imponemos. Barrotes evidentemente físicos, personales, vitales, sociales.
Todo ello sazonado con diferentes tonos perfectamente insertados y que le sientan perfectamente bien al relato. Desde los más ligeros o triviales a otros más reflexivos, profundos o conmovedores. También patéticos, como ha señalado más de un colega.
Posee indudable gracia, exhibe sus dosis justas de sentimentalismo, es locuaz sin cansar y tira de eso que los anglosajones denominan “feel good”, de buen rollito, de afabilidad, de amabilidad con causa y ganas de decir cosas entre sus brillantes costuras. Y todo ello para volver a contar un nuevo episodio de la superación del ser humano y para, una vez más, llegar a la conclusión de que el amor (en general, no solamente el de pareja) y el humor son las mejores tablas salvavidas para discurrir por este mundo que nunca resulta nada fácil ni para el más privilegiado, ni cuento ya para personajes como estos que no están habituados a salirse con la suya… pero inasequibles al desaliento, tenaces, que eso vale más que otras cualidades mejor consideradas.
Encima se resiente para felicidad de, al menos este espectador, de un grupo de actores desconocidos para el gran público, pero que se mueven con una soltura y desparpajo que ganan inmediatamente a cualquiera para la/su causa. Y luego está el principal, este sí mas reconocido y con largo recorrido, el franco-argelino Karl Merad, ese actor acostumbrado a convivir con el fracaso que, encima, nos regala un discurso final que no tiene desperdicio alguno.
Dirige muy bien, con mucha agilidad Emmanuel Courcol, encargado de haber escrito también el guion con Thierry de Carbonniéres. Supone tan sólo su segundo trabajo tras las cámaras, lo cual no deja de tener su mérito.