Buenísimo del bueno
Por José Luis Vázquez
El francamente destacable y -por lo general- turbio cine del almeriense Manuel Martín Cuenca hace una cabriola en esta su última aportación, emanando una luz y un positivismo que le eran infrecuentes hasta la fecha.
El firmante de las notabilísimas -ésta especialmente, mi favorita suya, su opera prima- “La flaqueza del bolchevique”, “Malas temporadas”, “Últimos testigos”, “La mitad de Óscar”, “Caníbal”, “El autor” y “La hija” ha dado un giro imprevisto a sus elegantes y “bressonianas” historias entre sórdidas, oscuras y sombrías, y nos regala una que emana muy buen rollo. Una película francamente bonita, vaya. Sin renunciar del todo a la que es una de sus características o señas de identidad habituales, el laconismo.
Pese a ello, el deambular de esa adolescente (una primeriza y estupenda Lupe Mateo Barredo) y sus dos hermanitos por las calles y el salitre gaditano aparte de credibilidad, muestra calidez dentro de ese tono seco que gasta y mantiene en todo momento. Para que se me entienda mejor, aparca el sentimentalismo o melodrama más facilón para optar por una peripecia vital desprovista de accesorios innecesarios o manidos que podrían haberla hecho caer en el folletín más recalcitrante.
Y es que dado el material de derribo manejado (una familia desestructurada, una dolorosa ausencia paternal, el desamparo propio de la edad de su joven protagonista, etc.) bien podría haber sufrido de una sobredosis de azúcar o de un retrato social fatigoso. No es el caso. Nada que ver, desde luego, con lugares comunes de este tipo de propuestas ni con tópicos del lugar.
Martín Cuenca vuelve a demostrar que a veces lo sencillo es lo más difícil. Consigue captar la atención sin exhibicionismos, parafernalias o aspavientos de ningún tipo, atento siempre al detalle más íntimo o aparentemente nimio, que constituye en este caso una virtud y un plausible ejercicio de -relativo- ascetismo. Para ello resulta importante su acertada utilización de la luz natural y del formato cuadrado de 4/3. Desde luego, su vocación artesanal en el mejor sentido del término no puede ser más palpable.
Su obra se caracteriza por una cierta entomología y frialdad expositiva, que en su caso no conlleva necesariamente un lastre. La demostración, una vez más, de que todo es relativo. Lo que en unos es un pesado fardo en otros es ponderado elogio.
La soledad, el desamparo emocional de sus personajes vuelve a ser otra de sus constantes. En esto “El amor de Andrea” comparte constantes vitales con el resto de su obra. Sus silencios, además, se muestran de lo más elocuentes.
No quisiera tampoco exagerar la nota, pues esa misma sencillez a la que antes me refería puede ser un freno en algunos pasajes que no es cuestión desbrozar, no porque supongan terremoto alguno, sino para no restarles descubrimiento o información alguna.
Vetusta Morla y Valeria Castro ponen la rúbrica, el adecuado colofón musical con una preciosa canción -única nominación a los Goya- todavía más esclarecedora de lo contemplado: “Yo no puedo adivinar qué dragones te silban/¿Quién te puso el antifaz que mudó tu piel/Voy a seguir, aunque todos se rindan/Voy a buscarte una y otra vez…”.