Los silencios del dolor
Por José Luis Vázquez
Tres horas de una producción japonesa fundamentada en los silencios y en un ritmo calmo, reposado, podía haber resultado todo un disuasorio de primeras, porque eso es lo que dura y esa es la apariencia de esta verdadera e instantánea obra maestra del cine actual.
Una vez más sale a relucir mi condición y corazoncito cultureta, que uno también los tiene, y lo más llamativo, que aquí casi apelando al espíritu del para mí pesadísimo Michelangelo Antonioni y sus estudios sobre la incomunicación, asisto fascinado, absorbido a sus 180 minutos de metraje.
Y a lo mejor no sé del todo -ya soy mayor para marcarme faroles innecesarios o ejercicios de impostura- qué es exactamente lo que ha pretendido contarme su director, el refinado y elegantísimo Ryûsuke Hamaguchi, pero sí sé lo que a mí me transmite, buscado por su parte o no.
Una de las primeras cosas que percibo es una reflexión acerca de las ramificaciones entre arte y vida, mostrando de nuevo a ambos como vasos comunicantes. Y de fondo, o en primer término, la representación del TÍO VANIA chejoviano actuando de catalizador de ello. Pues esta obra fundamental del teatro ruso, del teatro universal, supone todo un ejemplo del deterioro existencial, de oda a los sentimientos de hastío y dolor que arrastran sus personajes. Algo parecido es lo que les pasa al actor y director y a la joven taxista protagonistas.
En ellos dos, en sus confesiones y en esos silencios anteriormente mencionados, se fundamenta buena parte de los cimientos de esta narración basada en relato del prestigioso Haruki Murakami, algo a -como suele ser norma en mí- lo que no me referiré, a la adaptación, pues el cine tiene que poseer entidad por sí mismo, aunque beba en materiales literarios por muy prestigiosos que estos sean.
Lo que sí diré es que para establecer la relación entre esos dos personajes perdidos (tres si sumamos al joven protagonista que encarna a Vania) resultan fundamentales las aflicciones, los equipajes emocionales que arrastran y la capacidad purificadora, casi catártica, que acaban suponiendo sus paulatinas confesiones.
Al respecto, es fundamental el magnífico jugo extraído a sus espléndidos intérpretes, a Hidetoshi Nishijima y Tôko Miura, incluyendo a “secundarios” tan sustanciosos como la actriz muda que encaran Park Yoo-Rim, que de alguna manera tanto ella como su esposo, sirven de contrapunto feliz a tanto dolor que acumulan esos seres lacerados por la vida y por sus particulares relaciones (con la esposa y con la madre, respectivamente).
Si son capaces de conectar con este registro y con este tipo de cine alejados de los estándares hollywoodienses, es posible que la disfruten convenientemente. Si son amantes exclusivos del cine de Marvel o del de videojuegos, evítenla contundentemente.
Por cierto, la película viene estructurada en dos partes, un prólogo de media hora al cabo de la cual, aparecen los títulos de crédito, y el presente en una moderna y recuperada Hiroshima, pero que no deja ser también símbolo inequívoco de un pasado lleno de dolor.
Es una de las merecidamente diez nominadas de 2021 a los Oscar y obtuvo con justicia el Globo de Oro a la mejor producción de habla no inglesa.