El cine, la vida, es memoria, sentimientos
El vizcaíno, más concretamente el carranzano Víctor Erice, con tan solo cuatro películas y media en su filmografía ha forjado un prestigio que en absoluto me parece impostado. Y un aura imponente, francamente merecido, de extensa prolongación en el tiempo e imposible emulación, tanto en Europa como en el resto del mundo, ya no digamos en España.
Me estoy refiriendo a las justamente míticas “El espíritu de la colmena” y “El Sur”, pues su debut con uno de los episodios de “Los desafíos”, notable por otra parte, y la más bien cansina -muy artística, muy todo lo que quieran, pero me costó seguirla- “El sol del membrillo” no las considero ni por lo más remoto a tan estratosférica altura. Pero esas dos piezas son oro fino, de calidad sin igual.
Tras más de treinta años retirado por decisión propia -sus apariciones han sido contadísimas a lo largo de su longeva existencia, aunque cierto es que nunca se había producido un lapsus tan extenso- de los platós, después de su incursión en el mundo y la obra de Antonio López, ha vuelto con una propuesta a la que no le cuadraría mal el calificativo de testamentaria, imbuida de un “savoir faire” único, subyugante si uno -tal ha sido mi caso- se empapa en ese mundo propuesto, en esa atmósfera misteriosa y en ese singular sentimentalismo, todo ello encuadrable dentro de esa oda que supone al propio Séptimo Arte, a una manera de hacer y mirar -precisamente la mirada es uno de los puntales en los que se cimentan sus criaturas- especial que, por momentos, parecen ya desaparecidas en esta industria artística o arte industrial, denomínenlo como prefieran, pues yo no reniego de ninguna de sus dos aspectos, incluso afirmo que bastantes veces son compatibles.
Sin duda, hay continuas referencias al metalenguaje del propio cine, a la propia obra de su autor (esa película dentro de una película, suspendida adaptación de “El embrujo de Shanghai” de Marsé o ese sur no alcanzado en su obra homónima), a los clásicos norteamericanos, a “Río Bravo” (inolvidable esa recreación de Solo entonando “My rifle, my pony and me”), a Ray. Murnau o al mismísimo Carl Theodor Dreyer, al que Mario Pardo evoca manifestando rotundo que los milagros en este mundo dejaron de existir tras su desaparición.
Toda la película está teñida por una pátina de melancolía que a mí me engancha para su causa y que casi la sitúa a la altura de las citadas dos obras maestras de su autor, aunque se queda en el casi (es que en aquellas alcanzaron lo excelso). Pero es posible, diría que estoy prácticamente convencido, de que el paso del tiempo puede que le siente fenomenal a esta atrevida y, firmada por quien va firmada, personalísima apuesta de una manera de contar historias si no ida, ni extinguida, sí cada vez más inusual y menos frecuentada en la gran pantalla.
De lo que no me cabe la menor duda es de que esa forma artesanal, creativa, de concebir esta incurable adicción para tantos de nosotros, se revela como una rara avis en el panorama actual, lo cual no quiere decir que no se sigan dando algunos casos con otros nombres y en otras latitudes.
Aludiendo al subtítulo de esta reseña, “Cerrar los ojos” bajo un cierto envoltorio de “thriller”, trata sobre la identidad, la memoria o sobre cuando los recuerdos se desvanecen y se ponen a prueba en ese espacio en el que se forjan los sueños, emergiendo finalmente algo tan fundamental como lo que se acaba percibiendo, sintiendo, lo que queda. Y ese me parece uno de sus valores fundamentales o de los que a mí más me tocan la línea de flotación. Y es que me identifico con la esencia de la linterna mágica expuesta por Erice, la del poder evocador, sanador, curativo del celuloide… sí, celuloide, tal como se decía y hacía a la antigua usanza. Y la de su pervivencia en el tiempo.
Repito mucho últimamente una frase escuchada al grandísimo José Luis Garci y alusivo precisamente a esto. Me refiero a eso de que el cine es emoción. Según voy cumpliendo años, tengo esa misma percepción y me va embargando esa sensación, la misma que se va apoderando según contemplo la historia y la que me acaba finalmente invadiendo, aunque no acabe tirando de lacrimal, pues sus imágenes, sus sentimientos son más bien quedos, hondos, de un llanto más bien interior.
Definitivamente es muy grande, enigmático, gozosamente melancólico, fascinante Víctor, Erice, Víctor Erice, una de esas miradas únicas (algunas de sus señas de identidad: ese montaje que fracciona reveladoras miradas, esos fundidos a negro con los que consuma sus elaboradas secuencias, empleados admirablemente para mostrar las relaciones padres/hijas, etc.) ante las que pueda entender que muchos se puedan sentir desconcertados, pero que supone siempre una bocanada de aire fresco fresquísimo en un panorama muchas veces acomodaticio o excesivamente mercantilizado, todo ello respetable, por supuesto.
Por supuesto, no quiero olvidarme de un mayúsculo Mario Pardo que en unas poquitas apariciones se revela como un vínculo indispensable con un pasado añorante o todavía resistente a desaparecer. Espléndidos José Coronado (como el mítico actor desaparecido) y, por supuesto, inmenso un Manolo Solo que se agiganta con los años. Y qué decir de esa mirada todavía inocente, transparente de una bellamente madura Ana Torrent.
Para casi rematar entiendo que haya espectadores a los que pueda resultarles un tanto densa, incluso árida, pero si se sumergen en la misma puede que a algunos les resulte tan apasionante como a este firmante.
PD: Después de repasar lo que acabo de escribir soy consciente de que me ha quedado una crítica de lo más cultureta, gafapasta, pero oigan, uno también tiene derecho a tener su corazoncito y caer en aquello que a veces, contradictoriamente, cuestiona a los demás. Disculpen, en cualquier caso, por la elucubración y pedantería de esta reseña, incluso por su espesura expositiva, creo que no al uso con las sencillas con las que habitualmente me suelo desmarcar o tal vez marca de fábrica sin que yo sea del todo consciente, pero esto es lo que me pedía el cuerpo y las meninges.