El tiempo nunca pasa para las obras de arte
Por José Luis Vázquez
Volver a Casablanca, a la de ficción, a la creada íntegramente en los estudios Warner allá por el ya lejano 1942, siempre constituye un inagotable placer.
Reencontrarse con ese defensor de causas perdidas y dueño de un café que lleva su nombre, Rick, siempre con una copa o una botella a mano para espantar los fantasmas del pasado, o arropado por la dulce, bellísima y sacrificada Ilsa, es hacerlo con seres que han poblado los más duraderos sueños y las mejores de las ficciones posibles.
Ojalá tuviera la capacidad del protagonista de LA ROSA PÚRPURA DE EL CAIRO, de poder entrar y salir de la pantalla tantas veces me diera la gana. Creo que permanecería alojado mucho tiempo en compañía de Dooley Wilson mientras este volviera a desgranar los sones de una canción tocada melancólicamente al piano, evocadora de un tiempo y unos sentimientos que quedaron irremisiblemente atrás.
Por supuesto, trataría de buscarle de nuevo un pasaporte al sudoroso Ugarte, me cuidaría muy mucho del dueño del Loro Azul y llamaría al inspector Renaud para darle certificado de validez a esa incipiente amistad prometedora de momentos de esplendor.
Y es que esto es el CINE. Cartón piedra que puede contener la realidad más auténtica y hasta tangible, o personajes que desde el otro lado pueden generarnos los sentimientos más profundos… La feliz relación que pudo ser y no fue, la lealtad, el sentido del deber, la abnegación, la camaradería con el contrario, el patriotismo bien entendido o el innegociable derecho a la libertad. Y para esto, para reivindicarla, nada como entonar La Marsellesa, solapando a vocingleros himnos alemanes.
Está también una noche de niebla, un avión que tiene que despegar hacia Lisboa y dos ex amantes que se ven obligados por las circunstancias a sacrificarse, a renunciar a su amor. Y el principio de una incipiente y hermosa amistad.
Cada vez que echo la vista atrás recordándola, y no solo hay que verla sino centrifugarla, brotan en mi memoria bulliciosos mercados casi de estraza en los que el concepto de globalidad se hacía ya realidad mucho antes de que supusiera tendencia en este vertiginoso tiempo actual, o asoman esos ventiladores de aspa tan asociados a toda una época, la década de los cuarenta, o ese humo de cigarrillos que contribuye poderosamente a crear fuelle climático.
Iban a haberla protagonizado Ronald Reagan y Ann Sheridan. No sé qué hubiera pasado, tampoco creo que el destrozo hubiera sido manifiesto, pues, aunque pueda parecer a posteriori casi imposible suplir el talento y carisma de Bogart y Bergman, pero estando igualmente detrás de las cámaras ese genio nunca suficientemente ponderado llamado Michael Curtiz, el resultado, estoy convencido, habría mantenido igualmente el listón elevadísimo. Si hasta es capaz en esta versión que conocemos de convertir al pétreo y atildado Paul Henreid, el esposo de Bergman, en un individuo con cierto encanto. Pero, sin duda Bogart le otorga carisma y un sello muy especial.
Lo de Curtiz merece una revisión urgente. Al ser uno de esos típicos directores que se plegaban al estilo de sus películas, del sello del estudio, de sus historias, en vez de mostrar un mundo propio que pudieran reconocer los culturetas, no ha gozado del fervor merecido, al menos desde luego del que yo siempre he hecho gala o manifestado sobre su inmenso talento. Fue el responsable de un extenso puñado de obras maestras y tan solo por su trabajo para esta producción, que día a día se iba concibiendo, sin un guion definitivo, sin saber muy bien sus intérpretes hacia dónde tenían que orientar sus atenciones y miradas, merecería ya un puesto honor en el cuadro honorífico de los más destacados del Séptimo Arte. Y hay algunas otras suyas que me gustan igual o incluso más, como la para mí imprescindible EL TROMPETISTA.
Qué maravilla asistir una y otra vez a esos movimientos de grúa casi invisibles que solía utilizar este febril creador de mundos con alma y atmósfera. O a esos prodigiosos primeros planos que relucen más que cualquier digital de última generación. O esa facilidad para imprimir el ritmo y tempo requeridos. O de otorgar temperatura a una película eterna, mágica, detenida en el tiempo.
Si todavía a estas alturas alguien con uso de razón, o sin el mismo, con mayoría de edad o sin ella, todavía no la ha visto, francamente, no sé a qué espera.