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Enviado por Ramón Vidal el
Imagen de la película "Bikeriders. La ley del asfalto"
Ramón Vidal
Bikeriders. La ley del asfalto

Esplendor y ocaso motero

Por José Luis Vázquez

El cineasta estadounidense Jeff Nichols (1978) ha construido una de las carreras más sólidas de los últimos tiempos, parca en títulos, pero de lo más contundente y sin necesidad en momento alguno de mostrarse vocinglero, más bien todo lo contrario.

Sus seis películas censadas hasta la fecha, incluyendo esta que me ocupa, hablan por sí solas cada una de ellas y conforman una obra verdaderamente ejemplar y compacta pese a su diversidad temática. Me refiero a “Shotgun stories”, “Take shelter”, “Mud” (qué verdadera maravilla, recupera el espíritu de Mark Twain de manera modélica), “Loving”, “Midnight special” y “Bikeriders”. Bien pudiera ser considerado el cronista moderno del Medio Oeste de los USA.

Se suele manejar en territorios aparentemente modestos, entre personajes corrientes y cotidianamente heroicos y presupuestos limitados, lo cual no equivale necesariamente a que su cine pueda ser considerado “indie”, aunque es fácil que se confunda o transite por vías parecidas. Más bien resulta deudor de los clásicos de antaño convenientemente actualizados, puestos al día, y dentro de registros eminentemente intimistas.

Creo que fue el colega Carlos Boyero el que llegó a definirlo como “narrador fiable”. Y vaya que lo ha sido y sigue siendo pese a esa escasa filmografía anteriormente señalada.

Su estilo, su manera de contar me ha encantado siempre por su contención, delicadeza, perspicacia, profundidad carente de cualquier atisbo de pretenciosidad. Cualidades todas ellas, y otras muchas más que ahora no ha lugar a citar, de las que nuevamente vuelve a hacer gala en dosis generosas.

A ese niño con poderes sobrenaturales, ese individuo con visiones apocalípticas, esa pareja que se acoge a los derechos civiles o ese fugitivo fluvial que huye de la justicia objeto de su atención en sus trabajos previos, se viene a unir esta vez una pandilla de moteros un tanto perdidos emocionalmente, que suponen en esta ocasión el asunto y los personajes objeto de su foco, o si quieren más bien el imaginario respecto ellos convenientemente revisado, de quienes tuvieran su esplendor, el cual nunca ha acabado de decaer del todo sino que se reciclaría, en la América que va de las décadas de los 50 (a finales) hasta los 70. Para toda una generación durante muchos años y para la posteridad, ahí quedará para la historia esa icónica imagen de un Marlon Brando con chupa de cuero de la no menos icónica, aunque no por ello magistral “¡Salvaje!”. De ahí se parte.

Inevitablemente asociado todo ello, aunque la película no haga especial hincapié, con la guerra de Vietnam que marcaría un antes y después, y con la que bien pudiera establecerse un vaso comunicante dada -entre otras razones, el asesinato de Kennedy, etc.- la pérdida de la inocencia de la sociedad estadounidense. Yendo un poco más allá, refleja con enorme acierto el nuevo orden que se produce entre esa especie de congregación de parias nada glamurosos.

El caso es que Nichols utiliza este material para apostar, como bien ha resaltado algún colega del que lamento ahora mismo no recordar su nombre, para deconstruir -ya saben, desmontar conceptos o creencias en aras a una nueva reflexión- el género y la época, lo cual, a la vez, supone también una reconstrucción un tanto particular sobre ambas cuestiones. Y eso lo lleva a cabo utilizando el recurso argumental de una especie de reportero y fotógrafo (inspirado en un personaje real, Danny Lyon que publicara en 1968 un espléndido libro de fotografías en blanco y negro sobre el asunto) que va entrevistando a su protagonista femenina, testigo de primerísima línea de los acontecimientos. Para ello se sirve de continuos saltos temporales que le confieren entidad al conjunto.

Apostando en todo instante por una nostalgia nada pamplinera, que no cae en ningún momento en el empalago nostálgico, en la autocomplacencia o en una mítica desfasada. Agradezco sobremanera esta actitud y este punto de vista. Ello no obsta para que vuelva a apostar por la capacidad liberadora o redentora del amor, como certeramente ha señalado Laura Pérez.

Resulta de lo más loable que, sin renunciar a postulados o referentes ya transitados, los recubra con un nuevo y excelente barniz.

Para ello se sirve de un grupo de intérpretes espléndidos, especialmente del magnético y carismático Austin Butler (inolvidable Elvis) y de un recio y rudo Tom Hardy (qué pedazo de actor) y de una mujer verdaderamente fascinante, deslumbrante, tal como me lo parece Jodie Comer, inolvidable esposa medieval violada en la reciente, excepcional y subvalorada “El último duelo” de Ridley Scott.

Robusta, de corteza seca, sobria, sin alharacas ni sentimentalismos gratuitos, altamente recomendable.

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