Vistosa, nacarada y… Angelina
Por José Luis Vázquez
El cineasta chileno Pablo Larraín, colaborador desde hace un tiempo con la industria hollywoodiense, se ha especializado últimamente en grandes biografías de iconos femeninos del siglo XX. Aunque sus retratos, más que semblanzas convencionales son porciones de vida, breves lapsus en el devenir de sus protagonistas. En concreto, “María Callas” se centra en la última semana de su vida encerrada prácticamente en su casa de París. Una voz interior, la suya, evoca algunos pasajes reveladores del pasado. Supone una despedida en toda regla
Estamos ante la tercera entrega de una trilogía desconozco si así planteada como tal desde su inicio, tras “Jackie” y “Spencer”, es decir, Diana de Gales y Jacqueline Kennedy. En principio, parece ser que cerrada con esta particular visión de la gran diva operística. Si reparan en ello, se darán cuenta de que sus títulos originales tan solo responden a los nombres propios o apellido de ellas, dejando a un lado la repercusión de sus insignes maridos o de quienes más les pudieran influir.
Ese fijar el foco exclusivamente en ellas por sí mismas, me parece todo un acierto. Y si no cabe concluir que tenga un marcado sesgo feministas, sí desde luego se agradece que se le haya desprovisto de molestas interferencias masculinas. Son desnudadas en espíritu, dolor y sofoquinas. Y se nos acerca a momentos especialmente afligidos en sus tormentosos peregrinajes. De todas formas, téngase en cuenta que antes de estos proyectos, Larraín ya había hecho algo parecido tomando como referencia a su ilustre paisano Pablo Neruda, lo que le acabaría sirviendo para ir delineando las líneas de este formato.
Dichas propuestas, y esta no es una excepción, no dejan de mostrar estilo propio, apartarse de lo trillado y resultar singulares, pero entiendo que también puedan causar insatisfacción por acotar demasiado sus vivencias, por no acabar de estar cuajadas del todo y porque se puedan seguir con cierta fatiga al recrearse en exceso en los prolongados planos que siguen y persiguen a sus “heroínas”. Y pongo lo de heroínas entre comillas porque precisamente lo que advierto es que una de sus pretensiones es la de desprenderlas de esa magnificencia y esa aura que las acompañaron, plasmándolas en su dimensión más vulnerable y consiguientemente más humana. Tal planteamiento no deja de tener su mérito.
Las tres producciones mantienen un nivel medio que las hace dignas de no ser rechazadas, pero tampoco ni mucho menos, provocan la adhesión inquebrantable, o no al menos la mía. Tienen, eso sí, muy buen lustre y apariencia, una cáscara atractiva y muy elaborada formalmente. Por ser más preciso, despliegan una corrección media digna de ser respetada.
En esta ocasión tres son sus cualidades más destacables. La primera la plausible interpretación de una Angelina Jolie que en lo físico es obvio que acaba resultando más llamativa de lo que era en realidad la auténtica. Lo mismo pasó con la Bellucci al caracterizarla. La intérprete italiana, mujer despampanante donde las haya, de espléndidas y rotundas líneas, no era tampoco inicialmente la más indicada para ponerle piel a alguien cuyos rasgos eran más duros. Finalmente acaba resultando una cuestión baladí, sin mayor importancia teniendo en cuenta lo que más debe interesar, la propia actuación. Y la de Jolie, carcasa espléndida aparte, que ya venía demostrando con creces su valía y profesionalidad, y ésta aportación acaba siendo una rúbrica a esa trayectoria, resulta francamente elogiosa.
La segunda es la referida al trazo con el que está expuesta la relación que mantuviera en aquellos últimos días con sus asistentes, su mayordomo y su ama de llaves. Los padres que nunca conoció o hijos que nunca tuvo son sustituidos por estos ángeles custodios que velaron sus últimos momentos. Los diferentes pasajes en que están en plano los tres, o solo dos, suponen una buena parte del total de momentos álgidos.
De nuevo el tópico vuelve a hacerse realidad en cuanto a la soledad de las estrellas. Y a que los mejores y tal vez insuficientes afectos surgen de quienes menos se pudiera esperar. Al respecto, clavan sus papeles unos verdaderamente excelentes y esmerados Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher (hermana de la prestigiosa directora italiana Alice Rohrwacher, ésta firmante de la -incomprensiblemente- prestigiosísima “La quimera” y de la más asequible “Lazzaro feliz”, en ambas revoloteando la larga sombra felliniana.
Esa ligazón que conforman es inevitable, salvando las distancias, que puedan evocar a la “Viridiana” buñueliana (esos Paco Rabal, Silvia Pinal y Margarita Lozano jugando a las cartas), pero sin las implicaciones sexuales que allí se podrían colegir. Es, con diferencia, uno de los elementos más sugerentes de la función.
La tercera resulta obvia, y esto proclamado por alguien a quien nunca le ha interesado la ópera, supongo que tiene más mérito. Me refiero a algunas de sus maravillosas arias que suenan tanto de fondo cómo en primer término. Puccini, Verdi, Bellini o Bizet constituyen acogedoras e inevitables referencias. Por cierto, esa voz única se ha conseguido recrear mezclando grabaciones de la soprano con la voz de la propia Angelina (otro punto a su favor), para producir una voz sintetizada que captura la esencia de la Callas.
Estos tres pivotes se sustentan sobre una serie de “flashbacks” que sirven para explicarnos algún hecho significativo de la que fuera su intensa existencia (murió relativamente joven, 53 años). Era casi inevitable mostrar el primer encuentro con Aristóteles Onassis (¿su gran amor?) o un suculento momento con el mismísimo presidente Kennedy. Es un hecho que estuvo en la pomada de algunos de los saraos y con varias de las figuras más destacadas de su época. Ello aporta a esta historia cierta purpurina y reluciente barniz.
Seguramente los amantes del “bel canto” tienen motivos más que sobrados para acudir a verla, pero lo verdaderamente interesante es que quien desconozca su obra y milagros, puede servirles de acercamiento o aproximación. Es posible que conocer un poco al personaje contribuya más a disfrutarla. El resto, la mayoría del público, pueden asistir por la ventanita que se les proporciona para acercarse un poquito más a alguien que llenó liceos y titulares del momento y que mostraba las mismas fragilidades y esplendores que cualquiera. Nada que sea novedoso y, por otra parte, tampoco nada que no deje de tener su interés.
Concédanle una oportunidad. Puede que no les arrebate, pero no creo que les vaya a irritar. Como mucho, cansarles un poquillo. Y aunque el distanciamiento de Larraín vuelva a ser ratificado como una de sus señas de identidad, algunos de sus pliegues denotan compasión y condolencia.