La pasión es igual en cualquier época de la historia.
Por José Luis Vázquez
Constituye otra de esas causas cinematográficas aparentemente perdidas que, en esta ocasión, defiendo con mayor ardor guerrero que nunca. Por varios motivos, el más obvio porque se lo merece con creces, porque la considero una maravilla en sí misma, porque es una película que me viene cautivando desde mi infancia (desde que la descubriera en una de las múltiples y gozosas emisiones de TVE, porque supone la adaptación -y no es mi pretensión establecer comparativa alguna, nunca lo hago con estas cuestiones- de uno de mis tres libros de cabecera, de los que más me ha marcado a lo largo de mi existencia y porque me sirve como inmejorable ejemplo de Hollywood más “kitsch”, hechizante y fastuoso de la década de los 50.
Dirigida por uno de los cineastas más grandes que hayan existido jamás, el todoterreno Michael Curtiz, el de “Casablanca”, “El trompetista”, “Robín de los Bosques”, “La carga de la brigada ligera”, “Alma en suplicio” y decenas y decenas de impresionantes títulos más (dirigió una centena, el más flojo suyo que he visto es excelente, y de ahí para arriba) volvió a llevar a cabo un espectacular y emotivo trabajo, apoyándose en un inteligente, por divulgativo y sintético, guion de Philip Dunne y Casey Robinson, extraído de la sensacional novela historicista del finlandés Mika Waltari.
Transcurre en el Antiguo Egipto y el telón de fondo es el reinado del faraón Akenatón, el primero en significarse monoteísta. Este por tanto es uno de los variados y ricos contenidos argumentales que también contribuyen a hacérmela especialmente apasionante.
Pero me encanta, principalmente, la historia vocacional de ese médico de pobres que acaba cayendo en pendiente por las aceleradas pulsiones del corazón y de la consiguiente pasión. Es este último doble aspecto, el de su doble historia amorosa es en el que más me conmueve. Al fin y al cabo, por algo con lo que cualquier ser humano puede identificarse. Por ese amor loco y ciego hacia personas indebidas que pueden conducir al mayor de los precipicios físicos y ruinas morales. Tal y como es aquí el caso, llegar a vender la tumba de los propios padres para prolongar esa dulce y engañosa agonía.
Ese grito de desesperación de Sinuhé, “Nefer, Nefer, Nefer” resulta todo un lamento identificable para todos aquellos que se hayan sentido alguna vez devastados por una vivencia amatoria igualmente vana y arrasadora. Curiosamente, la encargada de encarnar a la susodicha fue Bella Darvi, que hacía perfecto honor a su nombre, ya que en aquel momento era la pareja del todopoderoso productor de la Fox Darry F. Zanuck. Inicialmente se había llegado a pensar en la mismísima Marilyn Monroe para este sensual cometido.
También fueron otros los previstos para el papel principal, el de ese galeno que comienza siendo humilde y generoso pero que acabará errando su camino. Interpretado finalmente por un convincente Edmund Purdom, Dirk Bogarde y Marlon Brando habían sido los primeros candidatos.
El resto del reparto, sobre todo el femenino, es verdaderamente “de luxe”. Comenzando por uno de los rostros más hermosos, por no decir el que más, que hayan rasgado jamás una pantalla. El de Gene Tierney, la mítica Laura, aquí como la aguerrida hermana del faraón (Baketamón), que vive una relativamente encubierta relación incestuosa con éste y que lega una inolvidable estampa a costa de su arco tensado.
La otra mujer de tronío, adorable siempre, Jean Simmons (Merit), es la mejor personificación posible del amor incondicional, auténtico, desinteresado, paciente, también del más abnegado. Tal vez un prototipo hoy un tanto demodé o fuera de órbita (o no), pero administrado con exquisita sensibilidad por esta enorme actriz (cuatro años después la maestra Julia Maragon en el soberbio western “Horizontes de grandeza” de William Wyler.
Igualmente se pude advertir la representación de la ambición, del poder vía militar, expuesto con la percha del inefable Victor Mature (Horemheb) y ese perpetuo golpe de ceja que le adornaba que creo que era más leyenda que otra cosa, desde luego yo siempre lo reivindicaré. Además, me resulta entrañable. En esta, en la antológica “Pasión de los fuertes”, en los impresionantes noir “El beso de la muerte” y “Una vida marcada” y en la memorable “Sansón y Dalila”, tal vez fuera donde alcanzara sus mayores cotas interpretativas, aunque si buscan adecuadamente, se encontrarán con otras apariciones dignas de ser tenidas en cuenta, como las de “Sábado trágico”, “Brumas de traición”, “La túnica sagrada” y su secuela “Demetrius y los gladiadores” o “El embrujo de Shanghai” entre otras. Vuelvan a revisarlas y puede que estén de acuerdo.
Y si ya vamos a característicos de enjundia, ahí están el formidable histrión Peter Ustinov (el leal y falso tuerto Kaptah), el patriarca de los Carradine de nombre John (como ladrón de tumbas), Michael Wilding y varios más. Todos al servicio de una factoría de sueños que solía envolver las producciones en un llamativo colorido y en escenografías de ensueño como la creada para la ocasión.
Han sido muchos los que la han tildado peyorativamente de naif, trivial, anacrónica, risible y no sé cuántos epítetos descalificativos más. Debo confesarles que desde el instante mismo que contemplo a un Sinuhé envejecido, retirado a las orillas del Mar Rojo, contando la desgraciada y agitadísima historia de su vida en un papiro, siempre me siento invadido por la emoción más profunda. Realmente la adoro, me retrotrae hacia tiempos muy felices de mi vida y tiene la virtud de renovarlos con inusitado entusiasmo y con cada nuevo visionado.
No llega a la reconstrucción mucho más fidedigna exhibida por “Tierra de faraones” de Howard Hawks, pero dentro de su estilo más glamuroso a la hora de mostrar sentimientos universales y perfectamente identificativos por cualquiera, alcanza el puro delirio, lo sublime.
Peliculón por los siglos de los siglos y por las milenarias arenas del país de las pirámides, aunque el cartón de piedra y algún efecto como el del león haya quedado superado. Amén al resto… e incluso si me apuran también esto que acabo de cuestionar porque posee su indudable encanto, el destilado por el tiempo pasado.