Mujeres de salitre, realidad y celuloide
Por José Luis Vázquez
“Alguien dijo que estamos hechos del mismo material que los sueños. Yo creo que estamos hechos del mismo material que las películas” (María Margarita)
“La contadora de películas” es la enésima y maravillosa carta de amor al cine (desde “Cinema Paradiso” a “Los Fabelman” y “Babylon”, pasando por “The last picture show (La última sesión)”, “Splendor”, “Nickelodeon. Así empezó Hollywood” y decenas más), sí, pero yo la percibo ante todo como la historia de una superviviente que jamás renuncia a la esperanza y a soñar pese a que la vida no se lo ponga precisamente nada fácil.
Por tanto, es una película triste, demasiado en algunos tramos, especialmente en el segundo acto, pero supongo que ya saben aquello acerca de que la tristeza genera en tantas ocasiones enorme belleza y arte. Este es uno de esos casos.
Cuenta el discurrir desde niña hasta que es jovencita o, mejor dicho, de las iniciales etapas de crecimiento de una chica (encarnada por las autóctonas y adorables Alondra Valenzuela y Sara Becker en sus diferentes edades) encantadora y que cuenta admirablemente lo que ve los domingos en la gran pantalla de una manera sentida, vívida, minuciosa, hasta el punto de que acaba haciendo de ello un pequeño negociete.
Lo lleva a cabo en un entorno áspero, cruel, un paraje en el que dicen que las mujeres se convierten en estatuas de sal. Estamos en el desierto chileno de Atacama, el “lugar más seco de la tierra”, inicialmente en 1966, pero la trama se prolonga hasta mediados de los 70. Llega hasta el trasfondo del golpe militar de Pinochet. Lo político y lo social, aunque ni mucho menos es lo preferente, pero ni mucho menos se desdeña y contrapuntea adecuadamente el devenir de los protagonistas.
Y, claro, vuelvo al comienzo de esta reseña para destacar lo que claramente salta a la vista como asunto principal. A ese amor que desprende en todo momento por el Séptimo Arte, contemplado como un refugio, aunque sea provisional, como evasión, como unión comunitaria, hermanamiento y tantísimas cosas más, principalmente como dicha y felicidad absoluta cuando lo que se ofrece es capaz de abducirnos. O como, una vez más, ha clavado Oti Rodríguez Marchante, “el recuerdo del buen cine como placebo de la vida”.
Al respecto los innumerables fragmentos que nos ofrece de ese Hollywood que ha sido el culpable de que tantos amemos este divino invento, es uno de sus máximos alicientes. Ni puedo ni quiero evitar la emoción ante el desfile de imágenes o momentos que forman parte de mi educación vital, fundamental. De clasicazos indiscutibles como “El hombre que mató a Liberty Valance”, “De aquí a la eternidad”, “Espartaco”, “Desayuno con diamantes”, “Los diez mandamientos”, “Senderos de gloria” o “Con faldas y a lo loco”. Igualmente, de algún gran exponente europeo, como la deliciosa “Los paraguas de Cherburgo” (la he vuelto a revisar recientemente… qué bonita es).
Conste que esto parte de un best seller de Hernán Rivera Letelier y de un guion a seis manos de profesionales tan amantes del medio y tan justamente reputados como Isabel Coixet, Walter Salles y Rafa Russo. Agradezco que eviten escollos sensibleros o folletinescos, pues el argumento se prestaba a ello. Y que acaben haciendo de la delicadeza y la sugerencia dos de sus sellos. O que cincelen su primera parte de un lirismo nostálgico, evocador, que le sienta de perlas. Ah… Y comienza y finaliza con un autobús por medio, vehículo que supone también el escape en un momento dramático protagonizado por la madre.
Tiene además mérito que, con tantos talentos de diversas nacionalidades reunidos, se haya conseguido algo tan cohesionado, pues téngase en cuenta que sus intérpretes principales son el español todoterreno y excelente Antonio de la Torre, la francesa Bérénice Bejo y el alemán o hispano-alemán Daniel Brühl. Y que ante los mandos del timón se encuentre Lone Scherfig, esa distinguida directora danesa surgida de un movimiento Dogma rutilante devenido felizmente en puro clasicismo, tal como lo corroboran sus encantadoras “Su mejor historia” y, especialmente, “An education (Una educación)”. Sigue mostrándose en gran forma, tirando de sensibilidad de la buena, evitando los subrayados, haciendo gala de un gratificante humanismo y otorgando un exquisito tratamiento tanto a sus criaturas como a los encuadres.
Consigue que sin que tenga que ver con esa familia, sienta en todo momento la identificación emocional, que comparta esa pasión común y me invada una añoranza reconfortante por un tiempo pasado pese a la dureza de fondo con el que viene marcado.
Pese a no haber contado con el plácet de crítica y público, desde ya mismo lo considero uno de los mejores estrenos de un 2023 pródigo en grandes títulos (lo llevan claro los agoreros, pese a ciertos virajes inevitables ante nuevos tiempos). No tengo duda de que resistirá la prueba del paso del tiempo. Verdaderamente preciosa.