Aflicciones familiares en una inhóspita Bruselas
Por José Luis Vázquez
Comienza bien, muy bien, esta producción belga en colaboración con Francia y España. Creando expectación… y nada voy a contar para no chafarles el asunto desde el principio. Y ya no me refiero a esos planos iniciales de un desesperado individuo, sino a los siguientes en una estación de metro.
Esas expectativas generadas no defraudan con lo que viene a continuación, más bien lo contrario, se genera en todo momento permanente curiosidad, salvo algún bache muy puntual y un final tal vez un tanto apresurado. Pero esto como casi todo en lo que a lo artístico se refiere, va en cuestión de gustos o apreciaciones.
El caso es que esta última muestra de polar al estilo galo, de cine negro hablando todavía más en plata, mezclado con drama intimista, denota buen pulso narrativo para crear tensión, amén de ofrecer algunas secuencias de acción resueltas con desparpajo y credibilidad (me refiero por ejemplo a las relativas al metro o un autobús). Algo meritorio pues, aunque su director, el chileno afincado en Bruselas Giordano Gederlini, cuenta con una cierta y prestigiosa (Los miserables de Ladj Ly) trayectoria como guionista, este es tan sólo su segundo largometraje tras las cámaras.
Precisamente la capital europea se erige en uno de sus mayores reclamos, al estar fotografiada por el flamenco Christopher Nuyens (“Lupin”) de manera inhabitual, insólita, desapacible, con una iluminación nocturna, atenuada o escasa en luz a propósito, supongo que para conferirle a la historia ese toque convenientemente oscuro.
Y aunque Gederlini en su doble faceta de escritor y cineasta va administrando adecuadamente la información, para contribuir a que el interés no decaiga, también tengo la sensación que a veces faltaría que la aportación fuera mayor o más diáfana.
La música electrónica del DJ galo Laurent Garnier contribuye igualmente a crear clima.
Pero lo que definitivamente -vuelve a repetirse- la eleva a cotas no redondas, pero sí de lo más respetables, es la interpretación del cada vez más enorme -lleva siéndolo mucho tiempo- Antonio de la Torre. El malagueño, al que esta noche le volvía a disfrutar en una televisión viéndole una vez más como el tartamudo poli Velarde de la formidable “Que Dios nos perdone”, regala un personaje crispado, dañado, desgastado (de ahí esa más generosa información que reclamaba hace unas líneas), con ojeras y con espesa barba. Crea todo un tipo.
Le secundan perfectamente la bella y resuelta Marine Vacth, a diez años vista de su “polémico” personaje como esa adolescente prostituta de lujo en “Joven y bonita”, y Olivier Gourmet, habitual del cine de los hermanos Dardenne, y con un vínculo ficticio un tanto especial con la anteriormente mencionada. Ya lo comprobarán.
Mantiene el interés en todo instante, sin que por ello vaya a figurar -ni falta que le hace- probablemente en ninguna antología del género. Es lo que los del gremio solemos definir como un producto sólido (sin menoscabo alguno por la denominación) que denota indudable profesionalidad por parte de sus máximos responsables. Algo siempre muy de agradecer por el que esto firma.
Se consume bien.