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Enviado por Ramón Vidal el
Imagen la película "Las ilusiones perdidas"
Ramón Vidal
Las ilusiones perdidas (Illusions perdues)

El pasado como espejo del presente: lo clásico nunca pierde vigencia

Por José Luis Vázquez

Que los clásicos son los clásicos, tanto en cine como en literatura, es un hecho más que contrastado. Volver a ellos es casi siempre garantía de éxito, calidad y disfrute, a condición claro está, que quien se encuentre detrás de sus revisiones o puestas al día se encuentre gente con amor por los mismos y con talento, esto último sin duda.

Es el caso del más que interesante cineasta francés Xavier Giannoli al reparar en una obra magna de su compatriota Honoré de Balzac, LAS ILUSIONES PERDIDAS, trilogía publicada en sendas entregas entre1836 y 1843.

Desde tiempo inmemorial, desde que me dedico a esta pasión adictiva que es el Séptimo Arte, a divulgar y a escribir sobre ella, algo que ya está a punto de rozar las cuatro décadas, más los previos a las mismas de verdadera devoción desde que tengo uso de razón, una de mis reglas que cumplo estrictamente, es no hablar nunca de si las adaptaciones literarias son acertadas o no. Son varios los motivos que tengo para ello, y como son muchas las veces que las he explicado no voy a dar más la lata con ello.

Pero lo que nunca voy a cuestionar y sí tener en cuenta es que partir al respecto de un material escrito tan valioso como éste, en principio es una baza prácticamente ganada de antemano, indistintamente de que los encargados de llevarlo a la gran pantalla reparen en hacer una versión fiel, libre o eligiendo determinados temas de la obra. Esta que me ocupa aquí tan monumental suponía una empresa delicada, puesto que la cosa daba más para una serie que para una película.

El caso es que Giannoli sale completamente airoso. Y lo que ha hecho sin renunciar a reconstruir la época y los personajes propuestos, es extrapolar uno de sus temas principales y emparentarlo con la actualidad, con el presente que ahora vivimos. Me refiero en concreto al papel que juegan los periódicos, los medios de comunicación. Y lo hace con implacabilidad y con extrema sutileza. Comprobarán que están asistiendo a una recreación de época de hace dos siglos en París, sí, pero con una manifiesta vocación de conjugar ese pasado con lo que vivimos en este momento. Lo cual viene de nuevo a constatar que al final la condición humana es la condición humana en cualquier período o lugar.
 
Y el señalado, con ser muy importante, constituye tan solo uno de los numerosos encantos de una producción esmerada, con una ejemplar reconstrucción o ambientación, con una cuidadísima puesta en escena o una meticulosa y exquisita forma de narrar, en el que supone el mejor trabajo de su director hasta la fecha (de los que llevo vistos, que son la mitad de su filmografía), tras los atractivos y correctos MADAME MARGUERITE y LA APARICIÓN. En el que se pueden detectar constantes de su obra anterior alusivas a la eterna pugna entre verdad y mentira o la soberbia, la hipocresía, la impiedad cotidiana de la especie. Porque esto, al fin y al cabo, no deja de ser un retrato o estudio de costumbres y conductas.

También trata de los estatus sociales, de las fake news a la antigua usanzas (que en el fondo viene a ser la misma de ahora, pero sin tanta penetración tecnológica), la fama, los recovecos del corazón y otras cuestiones nada baladíes.

Todo ello expuesto de una manera suntuosa elegante, y con una peculiar y bonita, muy bonita historia de amor de fondo, la vivida por el protagonista, el joven, inocente, errático y algo ambiciosillo poeta Lucien de Rubempré (un impecable Benjamin Voisin) y una entusiasta actriz de teatro o vaudeville (encantadora Salomé Dewaels).  Pero también pululan por la historia Cécile de France (la protagonista del tsunami de MÁS ALLÁ DE LA VIDA de Eastwood), Gérard Depardieu o el igualmente talentoso cineasta Xavier Dolan.

No me extraña en absoluto las 15 nominaciones que obtuviera a los Cesar y sus siete recompensas, entre ellas la de mejor película y fotografía. No se la deberían perder. Son dos horas y media que resultan de lo más placenteras. Una inmersión en el pasado de aquí al lado que es presente de indicativo.

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