Preciosa oda maternal
Por José Luis Vázquez
“Como Dios no pudo estar en todas las partes, tuvo que inventar a las madres” (no está claro que la frase proceda del gran Rudyard Kipling)
Sobre la figura materna, sobre sus mayores virtudes, así, en general, existen innumerables y maravillosas películas a lo largo de la historia. Mis favoritas, o las primeras que siempre acuden inmediatamente a mi memoria son cuatro, tres producciones clásicas estadounidenses y una relativamente más reciente (de este siglo, vaya) argentina. Son por orden cronológico “Stella Dallas” (no se puede llorar más con su inolvidable escena final) de King Vidor, “Las uvas de la ira” de John Ford, “Nunca la olvidaré” de George Stevens y “Roma” de Adolfo Aristarain. Todas ellas se caracterizan por una emotividad especial.
No puedo dejar pasar la ocasión de este estreno para citarles y recomendarles encarecidamente otros títulos a costa de que les resulte exhaustivo (si son habituales seguidores de mis reseñas no creo que ello les pille de nuevas), pero la mayor parte de las perlas que componen este listado, y que alcanza en conjunto un elevadísimo nivel, bien pudiera suponerles algún descubrimiento. Y conste que, aunque dada su extensión pudiera parecer lo contrario, he tenido que dejar en el tintero otro número superior.
Así pues, tomen nota si es de su interés (comprende producciones de dispares nacionalidades): “Imitación a la vida”, “El aceite de la vida”, “Paso decisivo”, “Agnes Browne”, “La madre”, “Un mundo a su medida”, “Lady Bird”, cualquiera de la cuatro versiones oficiales de “Mujercitas”, “Mia madre”, “Bellísima”, “Dos mujeres” (De Sica), “La prima cosa bella”, “Una segunda madre”, “No sin mi hija”, “En un lugar del corazón”, “Las hijas de abril”, “Lo que queda de nosotras”, “El valor de una madre”, “En buenas manos”, “La decisión de Anne”, “Puedes contar conmigo”, “La mujer crucificada”, “Otoño tardío”, “Pequeña Miss Sunshine”, “La gran prueba”, “La señora Miniver”, “El pequeño Tate”, “Mary y Martha (El coraje de dos madres” (para televisión), “Madres e hijas”, “Solas”, “En América”, ¿A quién ama Gilbert Grape?”, “Cinco lobitos”, “Ana y el rey de Siam”, “Todo sobre mi madre”, “El orfanato”, “Un monstruo viene a verme”, “Mamá cumple cien años”…
Por supuesto, “Érase una vez mi madre” figura desde ya mismo por derecho propio y en un lugar muy destacado en esta jugosa relación.
Inspirada en una historia real, lo cual daría pie en primer lugar a la novela autobiográfica de Roland Pérez “Mi madre, Dios y Sylvie Vartan” en la que se ha basado, se centra en la compleja relación a lo largor de más de cincuenta años de toda una madre coraje y luchadora y su hijo, que nace con una malformación -un pie zambo- que le impide poder andar. Y aunque su argumento no vaya a sorprender a nadie a estas alturas, nada más comentaré al respecto.
Decirles, eso sí que, aunque trata sobre ilusiones, esfuerzo, superación, pérdidas, tenacidad, enfrentamiento a la vida con denuedo, amarguras y un amplio etcétera, constituye principalmente un hermosísimo homenaje a su protagonista, a Esther Pérez, marroquí de ascendente judío sefardí. La interpreta con plena convicción, entrega, entusiasmo, amplia gama de matices y verdadera emoción esa todavía joven -41 años- actriz gala de origen argelino llamada Leïla Bekhti. Cuenta ya con una considerable y diversa filmografía de las que les recomiendo (esta vez la referencia es más breve para no acabar de aturdirles del todo) por si todavía no las conocieran “Las dos caras de la justicia”, “Un profeta”, “O los tres o ninguno” (qué bonita es… y durilla) y “La fuente de las mujeres”.
La secundan Naïm Naji y Jonathan Cohen en el rol de su hijo en dos diferentes etapas de su existencia, la infantil y la de madurez. También tiene un importante rol la celebérrima cantante Sylvie Vartan interpretándose a sí misma, algunas de cuyas maravillosas canciones suenan en momentos puntuales y poseen una especial importancia dramática. También suenan otros temazos como ese “Son of a Preacher Man” de Dusty Springfield. Su banda sonora cobra gran importancia.
Todo ellos bajo la batuta de un director y guionista canadiense afincado en el cine francés que suele trabajar en el cine francés, Ken Scott, de no muy extensa filmografía, pero es de lo más reconfortante dentro de su habitual falta de pompa y pretenciosidad (menudo alivio), o si lo prefieren, desde la agradecible ligereza con las que narra sus historias. Rescato y cito tres trabajos suyos, uno de ellos, el tercero, en su faceta de libretista, para que se puedan hacer una idea de su estilo, aquí de nuevo con un logrado toque nostálgico, estilizado (a lo “Populaire” de Régis Roinsard, otra de las muchas joyas del cine francés de este siglo a reivindicar), incluso melancólico. Me refiero a “De la India a París en un armario de Ikea”, “Starbuck” (el relato igualmente verdadero de un padre y sus 533 hijos por su donación de semen en su juventud) y “La gran seducción” (en su primera versión canadiense, luego gozaría de algún que otro “remake”).
Aquí no se muestra complaciente ni panegírico del todo, aunque si solo analizase su propuesta por estas cualidades, ya me parecería sobresaliente, pues tras una primera parte -ambientada en la Francia sesentera- salpicada de abundantes momentos felices y simpáticos, en la segunda, de manera suave y delicada acaban aflorando algunos tics agobiantes de esa mujer admirable, tierna, pero también un tanto controladora y excesivamente sobreprotectora. Ello no mitiga, más bien acaba ratificando, ese encantador retrato de una mujer dispuesta a darlo todo por sacar adelante a su hijo discapacitado y ofrecerle la fuerza y las mejores condiciones posibles ante esa adversidad inicial con la que la vida le abofetea (en algún momento acude a mi mente la magistral “Mi pie izquierdo” mientras la contemplo). Algo que bien pudiera ser el resumen -con unos u otros rasgos- de una inmensa mayoría de todas las progenitoras que en la historia de la humanidad han sido.
Este homenaje, esta celebración del poder maternal, no la deberían dejar pasar, y si es en una gran pantalla ya ni les cuento.