EL MÉTODO WILLIAMS
El valor del esfuerzo y la propia convicción
Por José Luis Vázquez
Los norteamericanos, los anglosajones, en general son unos especialistas en falsear la historia, sobre todo en ese medio llamado Séptimo Arte (compendio del resto de manifestaciones artísticas surgidas con anterioridad), pero lo hacen tan estupendamente bien, que suelo perdonarles dichos excesos. Ejemplos de ello se pueden poner miles, desde el casi idílico general George Armstrong Custer que nos era ofrecido en la fabulosa “Murieron con las botas puestas” hasta los protagonistas de las relativamente recientes y sensacionales “Argo”, “Braveheart” o “Capitán Phillips”.
Parece ser que vuelve a ser este el caso, y digo parece porque desconozco la biografía del aquí retratado, el peculiar padre de las exitosas, ahora ya míticas y aclamadas tenistas Venus y Serena Williams. Desde luego no sólo ha sido cuestionado por biógrafos, sino principalmente por quienes lo han conocido muy de cerca, los cuales han destacado que ha sido dulcificado considerablemente. Pero da igual, porque el gran y simpatiquísimo William Smith se apodera completamente del personaje, se mimetiza y lo hace suyo, consiguiendo una interpretación extraordinaria, repleta de todo tipo de matices, humorísticos por momentos, en algún otro lindando lo dramático, aunque, en cualquier caso, rebosante siempre de enorme vitalidad y convicción. Desde luego merecedora de estar nominada al Oscar.
Pero, sobre todo, lo que consigue el muy buen director Reinaldo Marcus Green es ofrecer un “discurso” redondo, ejemplar, admirable, emotivo, en torno el esfuerzo, al afán de superación, al no darse por vencido, a ser inasequible al desaliento, a la competitividad bien entendida, características que van en el ADN de la sociedad norteamericana. O, humeante aún la consecución de su vigésimo primer Grand Slam (dos menos que la Serena que vemos en su adolescencia e incipiente juventud), en la de tipos tan fuera de serie -en todos los sentidos-, tan titánicos, épicos y ya legendarios como Rafa Nadal… o Pau Gasol.
Todo esto me sirve para hacerme otra reflexión, pues de vez en cuando me resisto a seguir patrones ortodoxos al abordar estas reseñas cinematográficas y me gusta divagar y filosofar sobre el hecho mismo del CINE, o lo que supone para mí.
Y es que cuando te desenvuelves en ambientes cinéfilos a veces uno se olvida de disfrutarlo en su esencia, sin molestos condicionantes intelectualoides, no dejándose llevar en ocasiones por lo que debería ser más importante, por las más primarias y satisfactorias sensaciones… llantos, risas, sonrisas o cualquier otro tipo de emoción. Sin más. Afortunadamente esto es lo que vengo haciendo desde hace décadas, una vez despojado de latosos posicionamientos pretenciosos, prejuiciosos incluso, desprendido de molestas cargas que me pudieran impedir pasármelo en grande con películas de todo tipo de géneros y condición. Viéndolas como un simple espectador que no tenga que estar diseccionándolas permanentemente, sino como aquel niño que asistía a las salas o las veía en mi casa sin otro condicionante que no fueran las impresiones incontaminadas surgidas o generadas por lo visto en pantalla.
Y hete aquí que este biopic que, probablemente, no goce del favor de los de mi gremio o de cierta cinefilia “selecta”, lo considero un precioso y aleccionador ejercicio que se ajusta a lo anteriormente expuesto, tratante en relaciones paterno-filiales o familiares en general, en creer en uno mismo, o en plasmar con indudable eficacia los empedrados de los que están compuestos los caminos del éxito.
Encima se nos regala una generosa y extensa secuencia de un partido de tenis memorable. Y a Arancha Sánchez Vicario la clavan bastante bien. Y de nuevo, nadie como los norteamericanos para convertir una derrota en un éxito, como una lección deportiva y de vida para aprender a tomar nota para emprender la dirección adecuada.
“El método Williams” es una propuesta dinámica, vigorosa, alegre, luminosa, con la que disfruto con cada minuto de su metraje y acabo saliendo feliz una vez finalizada su proyección, con un sonrisón de oreja a oreja, habiendo disfrutando plenamente de lo visto durante poco más de dos horas que se pasan en un suspirito.