Terror de estilo ochentero y de calado
Por José Luis Vázquez
Rebasado el meridiano de 2022, esta sorprendente “Black phone” se erige para este cronista en la mejor película de terror vista hasta la fecha en la gran pantalla (mantengamos todavía ese cada vez más vetusto término, aunque ya veremos por cuánto tiempo continúa vigente). Veremos que depara el segundo semestre del año, pues el género ha alcanzado en las tres últimas décadas otro nuevo período de indudable esplendor, y ya no sólo, ni mucho menos, por haber emergido hasta elevadas cotas productoras versadas en el mismo, como es aquí el caso de Blumhouse, sino porque los grandes títulos se agolpan cada temporada (tal vez ésta sea la que acumule menos gloriosos por el momento).
Ciñéndome tan sólo al cine norteamericano, el rey de reyes también en estamateria, el plantel de nombres propios tras la cámara de enorme talento,lustre e importancia comienza a ser considerable. A los ya indiscutiblemente clásicos M. Night Shyamlan y James Wan, se han ido sumando el grandísimo Mike Flanagan (su “Doctor Sueño”, secuela de “El resplandor”, es verdaderamente memorable), Ari Aster, Jordan Peele, John Krasinski o el Scott Derrickson de esta propuesta.
Al californiano (angelino) Derrickson ya se le puede considerar como un especialista en estos territorios, pues de las siete películas que jalonan su todavía escasa filmografía, cinco son perfectamente inscribibles dentro del mismo, y las otras dos (“Doctor Strange”, el fallido “remake” de “Ultimátum a la tierra”) en el del más puro fantastique. Ya su discretito debut, la cuarta secuela de “Hellraiser” (“Inferno”) determinaba sus pasos.
Sus tres obras más notables, las más conseguidas hasta la fecha son, sin duda, “El exorcismo de Emily Rose”, “Sinister” y la menos contundente “Líbranos del mal”. Conviene recordar que es un tipo culto y con estudios de teología, lo cual viendo alguna de sus obras resulta un aspecto curioso e inclusive a tener en cuenta (en “Líbranos…”, por ejemplo), aunque su cine es de poco teorizar, muy físico y de ir al grano.
También es atmosférico, una de sus características más destacables. Tanto por la recreación de un clima malsano, como vuelve a ser el caso, como por la descripción de unos ambientes que, aunque se acaban cruzando con otros sobrenaturales, no dejan de destilar un gran realismo.
Aquí se ha esmerado especialmente, pues esa población de Colorado que retrata bien podría ser la de su niñez, la de vivencias suyas o pertenecientes a amigos cercanos. Un lugar especialmente violento (él vivió en uno de estos barrios de trabajadores) de familias desestructuradas, acoso escolar, en el que los problemas se resuelven a puñetazos o con castigos y en el que los chavales no están seguros. Hay una clara denuncia a esa violencia a la que me refiero, en las escuelas del momento y de entornos familiares -padre en este caso- que someten a sus hijos a abusos dañinos, perjudiciales (algo que continúa produciéndose hoy en día a lo largo del planeta).
Por eso que el monstruo de la historia, aunque lleve una máscara demoníaca de tres piezas (así los ojos se ven de diferente manera y perspectiva) sea de lo más humano, no es algo de extrañar. Nada más pavoroso que los espantos generados por los de nuestra propia especie. Y precisamente las maléficas criaturas demoníacas de anteriores trabajos suyos se tornan en esta ocasión en víctimas instaladas en el más allá y conectadas con este mundo de una manera un tanto sencilla y elemental (el título es esclarecedor al respecto).
Y pese a que la acción transcurre en los 70, bien podría ser definido este trabajo como un exponente del estupendo terror ochentero. Para incidir en ello, destacar que la historia original procede del mismísimo hijo de Stephen King, Joe Hill, el cual muestra en todo momento que la buena genética se hereda… esas referencias a globos o chubasqueros amarillos son muy de “It”. Cierto que luego ha sido guionizada por el propio director y su estrecho colaborador C. Robert Cargill (“Sinister”, “Doctor Strange”).
Para darle más consistencia todavía, atención a los dos chavales protagonistas, esa pareja de hermanos adolescentes -chico y chica- que se conceden mutua protección (unos formidables Mason Thames y Madeline McGraw, toda una roba escenas, “invocando” por ejemplo a Dios). Y, por supuesto, a un grandísimo Ethan Hawke, en qué actor tan grande se ha convertido con el paso del tiempo, que sacrifica lucimiento físico en aras a crear un desde ya mismo icono horripilante.
Merece bastante la pena.