A propósito de “Armageddon time” leo en algún rincón de Google algo así como “agradece tus privilegios y lucha para que los demás consigan los suyos”. Toda una lección de vida aquí expuesta, reflejada. Bien pudiera resumir esta frase el último trabajo (ocho en treinta años, ni uno solo tiene desperdicio, más bien lo contrario… primorosos) del brillantísimo -desde la contención- cineasta estadounidense James Gray. En la que supone su primera película rodada en digital, aunque usando acertadamente lentes de los años 70, lo cual le confiere a esta propuesta un agradecible look o aroma retroactivo del Nueva York del momento. La acción transcurre a comienzos de la década de los 80 del pasado siglo.
En esta ocasión propone una subrepticia -o no tanto-, sobria y melancólica inmersión en su propia infancia, por tanto, la atraviesan inequívocos rasgos autobiográficos, tal como han hecho recientemente con gran éxito colegas suyos como Spielberg (“The Fabelmans”), Branagh (“Belfast”), Cuarón (“Roma”) o Isaac Cheung (“Minari. Historia de mi familia”). Además, incide en un nuevo capítulo de ese siempre complicado proceso que es el paso de la niñez a la madurez, del descubrimiento de la hipocresía de los mayores, del peaje que hay que pagar por hacerse mayor, de la búsqueda de la propia identidad. Y no deja también de constituir una sutil reflexión sobre sobre el sueño americano, aquí claramente cuestionado.
Es cine áspero, melancólico, ético, reposado, evocador sin manifestarse nostálgico, alejado de tanto estruendo que invade actualmente las pantallas. Es una propuesta diferente en un tiempo un tanto adocenado artísticamente. Y, desde luego, hondo en su sentido más profundo y menos afectado, que muestra con sensibilidad el fin de una época y el comienzo de la actual. De hecho, considero relevante el hecho de que ese colegio privado al que trasladan al joven protagonista, tenga en su consejo de administración al padre de Donald Trump, y que también pulule ocasionalmente por allí la hermana de éste soltando un “aleccionador” discursito.
Cierto que ese niño protagonizado admirablemente por Michael Banks Repeta resulta en ocasiones decepcionante tal como nos sucede a todos (así se aprende siempre que se tome adecuada nota), algo cargante en su mostrenca actitud, antipaticote incluso por momentos (la escena en la que se empeña en pedir comida china obviando el esfuerzo de su madre en preparar la cena es ilustrativo o la de la negación de su amigo negro), pero ello no invalida ninguno de los plausibles “discursos” anteriormente mencionados por parte de su director, que aparca por completo de su estilo cualquier veleidad de ironía. A los que se ha de añadir la inteligencia con la que aborda ese tremendo baldón racista existente en la sociedad estadounidense, plasmándolo con voz propia, sin recurrir a caminos trillados.
Y regala dos secuencias verdaderamente de alto voltaje dramático y emotivo sin caer en lo lacrimógeno o lo plañidero. Me refiero a esa última conversación entre abuelo (un sensacional como siempre Anthony Hopkins) y nieto mientras éste lanza al espacio un cohete de juguete y el de la confesión del padre (Jeremy Strong) en un coche mostrando respeto y admiración por su suegro.
Claro que, entre tantos grandísimos intérpretes citados, no puedo olvidar el valioso trabajo de Anne Hathaway como la madre un tanto frustrada de esa familia judía de clase media. Porque esta película también trata de ambas cuestiones, de la frustración y del linaje.
Todo esto a ritmo intermitente de un evocador rasgado de guitarra, sin que el tono general no caiga jamás en la autocomplacencia o en una empachosa nostalgia. Y cuyo colofón es una secuencia final repleta de lirismo de ley que sugiere ejemplarmente lo que supone crecer, el dejar atrás estancias queridas de esos primeros años.
Merece la pena que le hagan un hueco en su agenda.
PD: Vista por segunda vez, en esta ocasión en versión original subtitulada, me gusta todavía más. Afirmo que es una gran película, una de las mejores de 2022. Qué grande es James Gray.